La película de Robert Altman, Popeye, aún hoy es considerada uno de los fracasos más estrepitosos de Hollywood; los caprichos de su director, la adicción a las drogas de su productor y una serie de malas decisiones que arrojaron un resultado estrepitoso, nada menos que en el debut en el cine de Robin Williams
Entre las muchas leyendas de Hollywood sobre la producción y el detrás de escena de películas exitosas que todo el mundo vio, o al menos conoce de oído, cada tanto se cuelan las historias de aquellos fracasos tan estrepitosos que esos films solo quedan en el recuerdo de unos pocos. Sin embargo, son los tropiezos de la industria del cine los que ejemplifican algunos de los más fascinantes relatos del hacer de un negocio que se promociona como una fábrica de sueños, aunque muchas veces su hacer se parezca más a una pesadilla. Quizás uno de los más resonantes “fracasos” del cine hecho en Hollywood sea Popeye, el film dirigido en 1980 por Robert Altman y protagonizado por Robin Williams como el marinero de los antebrazos extra musculosos, su primer papel en la pantalla grande.
Considerada como un desastre por los críticos y, equivocadamente, catalogada como un fracaso de taquilla, la película pensada para toda la familia producida entre los estudios Paramount y Disney afectó el resto de la carrera de Altman, profundizó los problemas con las drogas de Williams, contribuyó al final de la exitosa marcha del productor Robert Evans y dejó como peculiar legado un popular parque de diversiones en un pueblo al noreste de la isla mediterránea de Malta.
Aunque a la distancia resulta bastante fácil de anticipar que una película comandada por Altman -reconocido por sus películas extremadamente personales y de claro espíritu independiente como Del mismo barro y Nashville-, se desviara de las expectativas de los ejecutivos de los estudios, en su momento muchos pensaron que Evans, acostumbrado a lidiar con realizadores talentosos pero tildados de difíciles, como Francis Ford Coppola con el que trabajó en El padrino o Roman Polanski junto al que produjo El bebé de Rosemary, podría domar los excesos artísticos de su director.
Lo cierto es que antes de que se filmara una escena o se contratara a un actor, Popeye ya era un fracaso. Es que la idea de llevar al cine al personaje de historieta creado en 1929 por el dibujante norteamericano Elzie Crisler Segar surgió luego de que Paramount perdiera la pulseada por los derechos de otro relato basado en un cómic: Annie. A finales de los años setenta la versión musical de la historia de la traviesa huerfanita era un descomunal suceso en Broadway y no había estudio de Hollywood que no deseara llevarla al cine. Y así, Columbia y Paramount comenzaron una guerra de ofertas que ganó el primero pagando 9,5 millones de dólares por los derechos de la obra, la suma más alta abonada hasta ese momento para trasladar una historia de Broadway a la pantalla.
Dispuesto a compensar el haber dejado escapar a Annie, Evans decidió que un marinero obsesionado con la espinaca y rápido de puños era una opción tan válida como la de la pelirroja huerfanita para atrapar al público deseoso de un musical infantil en el cine. Especialmente porque, para alegría de sus jefes en Paramount, el estudio ya poseía los derechos del personaje creado por Segar, que había sido adaptado en la serie animada de los años sesenta conocida en todo el mundo y que hoy todavía puede verse en Amazon Prime Video. La película de los años 80, tal vez por su mala fama y la historia que sigue, no está disponible legalmente en ninguna plataforma o canal.
Los primeros pasos
Según la describió el productor en su libro de memorias The Kid Stays in the Picture, la reunión para convencer a los dueños de Paramount de la viabilidad de convertir a Popeye en un largometraje musical recuerda a una de las secuencias más famosas de Las reglas del juego (The Player). En ese film de Robert Altman, Tim Robbins interpreta al jefe de un estudio encargado de decidir si, como le ofrecen sus ejecutivos, una película con Goldie Hawn, que sea una mezcla de África mía y Mujer bonita, tiene potencial de éxito. De la verdadera reunión en Paramount a aquella sátira pasarían muchos años, pero es evidente que el tormentoso vínculo entre Altman y Hollywood retratado en The Player se inspiró, al menos en parte, en las experiencias del director con Evans y Paramount.
Más allá de su final, esa relación comenzó de manera más o menos armoniosa. Especialmente porque Altman era el último recurso que le quedaba al productor después de que sus primeras opciones para dirigir Popeye, John Schlesinger (Perdidos en la noche), Mike Nichols (El graduado), Arthur Penn (Pequeño gran hombre) y Hal Ashby (Enséñame a vivir) rechazaran el trabajo. Para los tres primeros se trataba de la oportunidad de volver a trabajar con Dustin Hoffman, el actor elegido para interpretar a Popeye. Claro que no por mucho tiempo: luego de leer el guion escrito por Jules Feiffer, que se apoyaba fuertemente en la historieta original de los años 30, Hoffman dejó el proyecto.
Sin sus directores preferidos, sin actor principal y con un guion con el que nadie estaba del todo convencido, la contratación de Altman fue un alivio para Evans y sus jefes. Especialmente cuando el realizador les aseguró que le encantaba lo que había escrito Feiffer. Por supuesto que nadie que supiera algo del modo de trabajo del realizador se habría quedado tranquilo con sus afirmaciones de que no pretendía cambiar ni una palabra del guion. Como afirmó años después el guionista, todo Hollywood sabía que Altman no estaba interesado en las palabras o en el hecho de que los diálogos en sus películas fueran audibles, algo que demostró un tiempo después cuando Popeye estuvo terminado y pocos lograban entender lo que se decía o se cantaba en pantalla. La superposición de las voces de los diferentes personajes hablando al unísono, su insistencia con que el personaje central mascullara sus líneas y la necesidad de regrabar la mayoría de las canciones hicieron del film un auténtico Altman, una obra interesante pero muy alejada del musical para toda la familia que el estudio soñaba estrenar.
Con la salida de Hoffman, el proyecto se había quedado sin su Popeye y sin su Olivia, ya que sin el ganador del Oscar como protagonista la comediante Lily Tomlin ya no estaba interesada en participar en él. Así aparecieron en escena Shelley Duvall, la actriz que salía de la traumática filmación de El resplandor y estaba acostumbrada al método de Altman con el que ya había trabajado en otras tres oportunidades, y Robin Williams, quien por ese entonces era una enorme estrella televisiva gracias al éxito de la sitcom Mork & Mindy, de la que ya empezaba a cansarse. Para él, la oportunidad de debutar en cine de la mano de Altman parecía una bendición. Sin embargo, pronto el actor descubrió que no solo el director aborrecía sus intentos de improvisar, algo por lo que Williams fue reconocido durante toda su carrera, sino que la idea de que cantara en vivo durante la filmación lo hacía sonar como “una orca tirándose pedos en un túnel”. Para peor, las prótesis plásticas que debía usar en los brazos para encarnar al fortachón marinero se le pegaban a la piel y eran imposibles de manejar. Por aquel entonces, según consigna el autor James Robert Parish en su libro Fiasco: A History of Hollywood’s Iconic Flops (Fiasco: la historia de los fracasos icónicos de Hollywood), el actor bautizó al rodaje de la película como Stalag Altman, haciendo referencia a los campos de prisioneros alemanes para oficiales enemigos durante la Segunda Guerra Mundial.
El pueblo de Popeye
Un punto de disputa y pelea durante toda la producción, tanto con los actores como con el estudio, fue la locación elegida para la película. Durante ocho meses, más de 150 trabajadores construyeron en un pueblo pesquero de Malta la ficcional aldea de Sweethaven, también conocida luego como el pueblo de Popeye, una estructura de 19 casas hechas en madera que debió ser importada de los Países Bajos y cuyas tejas y clavos provenían de Canadá. Lo mismo que los más de 7.000 litros de pintura que fueron necesarios para terminarlas. Gran parte de los 20 millones del presupuesto de la película se destinaron a esos escenarios y al estudio de grabación que Altman también decidió levantar en el lugar aunque, tradicionalmente, los músicos que trabajan en cine no participan de los rodajes. Y, de hecho, la música fue otro punto de discusión en el transcurso de la preproducción.
El director estaba decidido a contratar al talentoso Harry Nilsson para que escribiera las canciones del film y las grabara in situ mientras que todos los demás involucrados, a excepción de Williams que no tenía ni voz ni voto en aquel entonces, estaban en contra de la contratación de Nilsson, reconocido por sus años trabajando con John Lennon y sus propias creaciones musicales, pero también por su dificultad para mantenerse sobrio y trabajar en equipo. Finalmente, Altman se salió con la suya y se llevó al compositor y a sus músicos a Malta donde, según contó Williams años después, “procedieron a tomar toda la droga de Medio Oriente y transformar sus sesiones de grabación en una fiesta permanente de la que tuvieron suerte de salir vivos”.
Claro que si el caos marcaba la pauta durante la filmación, en Hollywood las cosas tampoco marchaban sobre ruedas. Mientras Altman y su equipo lidiaban con el día a día de la película que parecía no tener un horizonte cercano de final a la vista, en California, Evans y sus colaboradores cercanos eran condenados por posesión de cocaína y sentenciados a hacer comerciales con mensajes contra las drogas. Aquel escándalo afectó la precaria posición de poder del productor en los estudios Paramount y complicó la asociación que habían formado con Disney para distribuir Popeye, que se siguió filmando en Malta hasta que no quedó ni un dólar del presupuesto.Altman se negaba a entregar el material realizado y solo después de trenzarse en una pelea de puños con el productor la película quedó en manos del estudio.
La experiencia en el rodaje fue tan traumática para todos los involucrados que aunque el film consiguió recuperar en la taquilla el dinero que se había invertido en su producción, la industria la recuerda hasta hoy como uno de sus peores fracasos. Tal vez porque cuando se estrenó, en diciembre de 1980, una época del año usualmente reservada para los lanzamientos de películas para toda la familia, los críticos la destruyeron sin piedad. El hecho de que la trama y el personaje no fueran reconocibles para los niños que veían los dibujos animados de Popeye, porque el film no estaba inspirado en ellos sino en las historietas originales de principios de siglo; que la era de los grandes musicales de Hollywood ya había terminado hacía varias décadas y que apenas se entendiera lo que decían y cantaban los personajes, selló la suerte del film. Y, de alguna manera, también la de su director.
Casi desterrado de la industria del cine, Altman pasó la siguiente década trabajando en películas independientes en Francia. Solo muchos años después, el director tuvo una nueva oportunidad en su país y fue reconocido como el visionario que era. Sin embargo, entre la justificada aunque tardía reivindicación de Altman y la carrera cinematográfica que logró tener Williams a pesar de su accidentado debut en la pantalla grande, lo cierto es que el mejor legado de Popeye y uno que sigue en pie más de cuarenta años después es aquel pueblito en Malta construido con madera holandesa y clavos canadienses. Convertido en una suerte de parque de diversiones y museo de la película, en 2022 el pueblo de Popeye fue elegido como el más lindo del mundo por Road Affair, uno de los blogs de viajes y turismo más influyentes de Estados Unidos.
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