Que el protagonista de Un tropiezo llamado amor sea un recluso, autor de guías de viaje para no salir de casa, es apenas la primera de las muchas excentricidades de una película corrida de eje, que a 35 años de su estreno, sigue sorprendiendo por su personalidad y altísimo nivel de actuaciones, entre ellas, la que le otorgó el Oscar a Geena Davis
“Hago el tipo de películas que me gusta ver. Y en realidad son del tipo que nadie más está haciendo”, eso declaró alguna vez Lawrence Kasdan. Y al ver Un tropiezo llamado amor uno sabe que Kasdan estaba en lo cierto. Nadie, absolutamente nadie, estaba haciendo películas como esa a fines de los ochenta, y tampoco nadie estaba haciendo nada como Cuerpos ardientes, Reencuentro o Silverado en la primera mitad de esa década, ni como la demasiado poco conocida e imperdible Mumford a fin del siglo XX.
Como si hubiera estado trabajando en los estudios de Hollywood en la década del 40, Kasdan hizo un apasionante policial negro a modo de ópera prima, Cuerpos ardientes, y después westerns como Silverado y Wyatt Earp. Pero es en sus relatos sobre relaciones humanas menos codificados por esos géneros bien definidos, en sus películas sobre amistades y amores, extrañas -raras y definitivamente encendidas- como Reencuentro, El corazón de la ciudad, Mumford y Un tropiezo llamado amor quizás esté el núcleo de su obra, lo más distintivo (y esto dicho sin desconocer las excelencias de Cuerpos ardientes y los westerns, que deben estar entre las películas más genuina y universalmente recomendables del cine norteamericano de las últimas décadas del siglo XX).
Un tropiezo llamado amor sería algo así como la comedia romántica imposible. Casi una demostración de todo lo que no debería hacerse en una película por el estilo y, de hecho, una que puede llevar a preguntarnos, en los primeros minutos, si esto no será otra cosa, algo distinto a una comedia romántica, o incluso distinto a un drama mezclado con comedia y romance, algo que huye de las más diversas y recomendables y probadas codificaciones. Y quizás sea nomás algo así de distinto, en primer lugar porque esta es una de esas películas en las que las situaciones y los personajes plantean horizontes de resoluciones aparentemente inalcanzables. Con puntos de partida que establecen un presente casi trágico, con flashbacks que un guionista principiante pero bien orientado consideraría directamente prohibidos, con situaciones en las que los personajes parecen actuar una y otra contra el avance de la narración… con todo eso Kasdan no solamente triunfa sino que triunfa de forma singular, con gracia; con una gracia, claro, particular, insólita. Recordemos que Kasdan empezó como guionista para producciones de George Lucas, nada menos que con Los cazadores del arca perdida y El imperio contraataca, aunque unos años antes había vendido otro guion, el de El guardaespaldas, que recién se concretaría como película (muy) exitosa en 1992, dirigida por Mick Jackson y protagonizada por Kevin Costner y Whitney Houston.
Un tropiezo llamado amor es una de esas películas que muchos no dudarían en desestimar como fallidas y hacer algún intento de chiste con el tropiezo del título de estreno local, pero en realidad no hay aquí es falla ni tropiezo alguno. Porque estamos ante una película de brillante solidez y coherencia cuyas coordenadas están corridas de eje, del eje de la normalidad cinematográfica (¿quién quiere tal cosa?), del eje de lo esperable. Una verdadera comedia romántica excéntrica, o extraño drama romántico con toques de comedia, una película que asume que puede narrar con personalidad, y eso muchas veces es ir contra la corriente, o las corrientes.
El protagonista de Un tropiezo llamado amor es Macon Leary (William Hurt), alguien introvertido, que no quiere casi hablar ni comunicarse ni salir al mundo. Y que además sufrió la peor tragedia imaginable hace un año, lo que deriva en más dramas personales. Y que tiene un perro que, con sus patas llamativamente cortas -sí, es la raza, corgi, un corgi galés de Cardigan, pero aún sabiendo eso, la imagen cinematográfica enfatiza aún más las patas cortas- es aún peor que su dueño en términos de sociabilidad. Y el señor Leary tiene que viajar y, solo, se ve obligado a dejar al perro en una guardería, en la que conoce a una mujer, Muriel Pritchett (Geena Davis) que usa cincuenta colores más que él para vestirse y arreglarse y que sonríe muchas más veces más que él y que es extrovertida e impetuosa. Empezará entonces, ahí, un juego de opuestos entre Macon y Muriel. Hay una mujer más, primero presente y después latente, que es Sarah, interpretada por Kathleen Turner. Y en las relaciones entre los actores Kasdan prueba, una vez más, otras de sus maestrías. Hurt siempre fue capaz de devolver todos los diálogos, todas las miradas, de absorber energías diversas. Pero estaba además su explosiva química sexual con Turner, la que habían logrado siete años antes para Cuerpos ardientes, detalle que en esta película no debía traslucirse ni recordarse para poder mutar en sensateces y sentimientos muy distintos.
En cuanto a Macon y Muriel, la película da otra vez sobradas muestras de que puede cobijar las situaciones más imposibles, que Hurt era un actor especialmente anfibio y que Davis estaba en un personaje al borde del exceso pero que con convicción y encanto podía hacerlo no solamente funcionar sino además brillar y llamar la atención de los premios, hasta ganar el Oscar a mejor actriz de reparto.
El trío protagónico estuvo rodeado no solamente de adultos excéntricos como los hermanos de Macon y el agente de Macon (entre ellos están los grandes valores de Bill Pullman, Amy Wright y Ed Begley Jr.) sino además del hijo de Muriel, Alexander (Robert Horman), uno de esos niños inolvidables e indefensos que el cine solía dar con mayor frecuencia hace décadas, antes de que se inventara la necesidad de que casi todos los niños de las películas y las series sean insolentes, bochincheros y demasiado avispados. Y, claro, además y fundamental, está el perro de nombre Edward, para quien el Orlando Sentinel pedía, en 1989, un Oscar con forma de hueso. La actuación perruna en esta película ya está obviamente en la historia grande de actuación animal del primer siglo del cine. La secuencia del accidente en el sótano prueba no solamente su capacidad de movimientos y la de Hurt, sino la notable eficacia del montaje y sobre todo la flexibilidad de esta película para aunar diversos tonos, para pasar de tristezas a alegrías y de ahí al absurdo cotidiano, a esos momentos en los que la vida explota por lugares insospechados, esos que obligan a cambiar los planes, a repensar el camino trazado, esos hechos imponderables a partir los cuales la importancia de los planes empieza a menguar y las reglas y las rutinas que guían los movimientos son puestas a prueba y en duda.
El oficio del protagonista, la forma de Macon de ganarse la vida, es escribir guías de viajes para hombres de negocios que, definidas breve y contundentemente, son guías para moverse sin experimentar los viajes, para no vivir la experiencia de estar fuera de casa, para encerrarse, apoltronarse y acovacharse a pesar de estar lejos del sillón preferido del propio living. Un tropiezo llamado amor, quizás un título más rico en sentidos que el original The Accidental Tourist o su versión española El turista accidental, se basó un best seller de Anne Tyler, una escritora con muy escasas apariciones públicas y, por lo que puede leerse en algunas de sus declaraciones, con una familia muy particular, como la de Macon, de la que no deberíamos decir mucho más aquí para que pueda revelarse de forma sorpresiva a los nuevos espectadores de esta película, a la que el famoso crítico Roger Ebert amó y defendió con toda justicia.
Un tropiezo llamado amor está disponible en Google Play y Apple TV+.
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