Mahler: el mundo de la Novena
Para el jueves 20 de este mes de julio, la Filarmónica de Buenos Aires, con Enrique Diemecke al frente, nos promete en el Colón una obra capital dentro del repertorio sinfónico. Se trata de la Novena sinfonía, en re mayor, de Gustav Mahler. Hay que prepararse para semejante acontecimiento.
Se dice a menudo que la Novena de Mahler comienza allá donde termina La canción de la tierra, escrita entre la Octava sinfonía, de 1907, y esta Novena, de 1909. Es decir, habría una atmósfera que las aproxima y caracteriza. En una carta escrita a su futura mujer, Alban Berg cree encontrar en la Sinfonía nº 9 de Mahler "la expresión de un amor excepcional por esta tierra, un deseo de vivir en paz, de disfrutar plenamente de la naturaleza, antes de emprender el sendero ineludible de la muerte. Todo el primer movimiento -sigue Berg- está impregnado de estos signos premonitorios. Ella, la muerte, está omnipresente". Y sigue este autor, con interpretaciones que parecen inseparables de toda la exégesis mahleriana. En el caso particular de esta composición, hay bastante coincidencia en considerarla como un "segundo canto de adiós a la tierra".
Mahler dedicó a la creación de la parte esencial de esta sinfonía el verano de 1909, durante su estada en Toblach. En 1910, una grave crisis conyugal le impidió completar su sinfonía siguiente, la Décima. Luego el compositor viajó a Estados Unidos para cumplir con sus habituales compromisos como director de orquesta del Metropolitan y de la Orquesta Filarmónica de Nueva York, desde donde fue trasladado con urgencia a Viena, víctima de una angina que le produjo la muerte el 18 de mayo de 1911. No pudo escuchar su Novena sinfonía, cuyo estreno tuvo lugar un año más tarde, el 26 de junio de 1912, en Viena, bajo la dirección de Bruno Walter.
La obra, que Juan José Castro hizo conocer en Buenos Aires el 16 de marzo de 1960, se compone de cuatro movimientos, lentos los extremos y vivos los del medio. Es obvio que ya hay en esta distribución un primer sentido por descifrar: el Andante inicial retoma el mensaje de despedida de La canción de la tierra (en las sombras de la noche el hombre se detiene para aguardar al amigo y darle el último adiós...), mientras el Adagio final vuelve a disolverse en el infinito de donde había surgido. Pero entre uno y otro, Mahler concibe el segundo y tercer movimientos como una sola entidad, que representa aspectos más terrenos.
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Schoenberg considera que la Novena es el límite, tanto para Mahler, como para Beethoven o Bruckner. "El que quiere ir más adelante ha de sucumbir", escribió el autor de Moisés y Aarón, quizás uno de los más supersticiosos de los creadores en toda la historia de la música. Mahler compuso sólo el Adagio de su Sinfonía n° 10. La muerte le impidió terminarla. "Quizá los enigmas de este mundo serían resueltos -sigue Schoenberg- si alguien que los conociese llegara a escribir una décima sinfonía. Y esto no es probable que suceda". Termina diciendo que "Mahler se encuentra en un sitio donde no se utilizan las represalias. Pero nosotros debemos seguir luchando, puesto que la Décima todavía no nos ha sido revelada".
La idea es hermosa, intensamente poética y trágica y sobre todo incomparable ejemplo de esas incógnitas metafísicas, de esa angustiante problemática existencial que inunda el mundo físico y sonoro de Mahler, el cual se proyecta en la estética de sus descendientes directos Schoenberg, Berg y Webern.
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