El niño que soñaba ser artista estudió en el Labardén y creó al personaje que lo consagró entre la quema y el radioteatro, usando la ropa de su padre para encarnarlo; dejó en el habla popular incontables frases y modismos que aún hoy siguen recordándolo
Las frases de moda suelen ser desagradables por definición. Sin embargo, en la actualidad hay una que despierta singular antipatía, y a la vez es la preferida por aspirantes a famosos en sus cinco segundos de fama frente a una cámara: “Lo voy a dar todo”. Esta es la historia de alguien, que de verdad y sin necesidad de decirlo, lo dio todo por el público. Incluso la vida.
Juan Carlos Altavista logró algo que ningún otro actor argentino pudo, y fue amalgamar completamente su persona a su personaje Minguito, ¿o será “al vesre”?. Admiradores, detractores, periodistas, en un set de televisión o en un supermercado, con funyi y bufanda o de impecable traje, daba lo mismo: siempre en la conversación se iba a escapar un “Mingo, vos qué opinás…”, confundiendo ficción y realidad. Los que lo conocieron afirman que era por la bondad que transmitía su mirada, esa que no miente porque es el espejo del alma.
Dicen que cuando Minguito era Juan Carlos, soñaba con ser artista. Ya de chiquito, mientras jugaba en la plaza Irlanda, imitando a todo el que pasaba, un guardia le dijo a su madre Ángela que tenía un actor en potencia, que por qué no lo hacía estudiar, que un amigo era portero de un teatro donde daban clases… El nene era también el hijo único y mimado de un matricero y una ama de casa. A la familia le sobraba amor, pero le faltaban muchas otras. Una vez consagrado, a Juan Carlos todavía se le nublaban los ojos recordando aquella época en la que faltaba el mango pero sobraba la esperanza.
En una entrevista con Rodolfo Braceli, Altavista con nostalgia llenaba el aire de recuerdos cotidianos: “Todavía tengo presente a mi abuela, que me hacía dormir algunas noches y al oído me cantaba: ‘Mambrú se fue a la guerra, chiribín chiribín chin chin; Mambrú se fue a la guerra y no sé cuándo vendrá’. También el recuerdo de mi madre, que era como todas las viejas, machacona. Con mi padre converso a veces, aunque se me murió hace años. Su imagen, alguna vez te lo conté, se suele sentar a los pies de mi cama. Yo lo veo, porque está allí. Y me pongo a charlar con él, sin apuro, hasta que me duermo. De mi padre conservo una enseñanza definitiva, esa que me dio el día que yo me robé una canilla de bronce de su tallercito para vendérsela a un ruso del barrio que se llamaba Mascafierro. Mi viejo olió pronto que faltaba la canilla. Me preguntó, le dije que no tenía idea. Él no alzó la voz, no discutió, no dijo palabra. Me llevó al baño, se sacó el cinto y empezó a darme y darme. En silencio. Después se puso el cinto y me dijo: ‘Esto no va por haber robado, sino por haber mentido. Mentir es peor que robar. No lo olvidés’. Yo nunca lo olvidé. De mi papá guardo esa enseñanza y guardo sus últimas ropitas. Las ropitas del Mingo son de mi viejo. El saco, la camisa, la bufanda, el sombrero, son los que él usaba. Le pedí a mi vieja que los guardara, y después los usé para el Mingo. Los cuido más que a mi vida”.
La creación del mito
El puntapié inicial en la exploración del artista que Juan Carlos Altavista tenía dentro fue a los siete años, en el Teatro Infantil Labardén. Al sentimiento de felicidad inédita que corría por sus venas se sumaron los primeros aplausos, las funciones, las giras, la oportunidad de participar de una compañía encabezada por Narciso Ibáñez Menta (a quien el intérprete siempre reconoció como uno de sus grandes maestros), acompañándolo en una adaptación de Cuando en el cielo pasen lista. También compartir escenario y elogios de Luis Sandrini, de Francisco Petrone; o ensayar con compañeras que luego serían estrellas, como Beatriz Taibo, Julia Sandoval o Beba Bidart. El radioteatro, los primeros intentos en TV, el cine, las giras nacionales e internacionales, Los Pérez García, Pocholo, Pichuca y yo, y otros éxitos populares en cuya estela se sentía tan cómodo.
En 1955, con veintiséis años recién cumplidos, Altavista recibió la propuesta de ir a trabajar a Perú. A pesar de que estaba en un buen momento, el deseo de llegar a otros públicos fue más fuerte. Estuvo tres años y medio, volvió en 1959 para despedir a su papá, que había muerto en su ausencia. El dolor de no haber estado en sus últimos días quedó grabado a fuego en el actor. Por eso, todo lo que vino después fue un gran homenaje a él.
“Hice mi primer Minguito a los 14 años -contaba el actor en 1981-. Y muchos me llamaban así desde ese entonces. Juan Carlos Chiappe, que era como un hermano para mí, hace unos treinta años un día me dijo: ‘Tengo un personaje para vos en mi teleteatro Por las calles de Pompeya llora el tango y la Mireya’. El personaje era Minguito Tinguitella. Me fui a una quema, miré gente, descubrí a un hombre que andaba con un carro, usaba boina y un trapo negro en el cuello. Así produje al personaje. Aquel Mingo era también ingenuote, buenazo, pero no tanto… era medio borrachito. Al Mingo actual lo fui haciendo con los años. En la vestimenta, en el idioma, en las actitudes. Recuerdo que cuando quise incorporar el escarbadientes a sus hábitos, muchos me dijeron que era de mal gusto, que iba a producir rechazo. Pero no fue así, al contrario. Es una caricatura; eso sí, muy basada en la realidad”. Como Chaplin, como Cantinflas, con los que tantas veces lo compararon.
En aquella nota solo le faltó decir que aquel primer Minguito era cartonero, fanático de Boca y peronista a ultranza. Con el tiempo moderó sus simpatías políticas, ahorró para comprarse un camioncito que bautizó “Santa Milonguita” y empezó a trabajar haciendo changas.
Cuando todavía tenía guionista y apellido, Minguito Tinguitella pasó por la radio, y en 1974 por el cine (Minguito Tinguitella papá, dirigida por Enrique Dawi), y por la televisión con Las aventuras de Minguito Tinguitella y La pensión de Minguito. El personaje adquiría cada vez más fuerza y más vida, gracias a la simbiosis lograda con quien le daba carnadura. Pero todavía faltaba en su carrera el capítulo más importante, hermoso y doloroso al mismo tiempo. Porque con la fama mayor también llegó la censura, una amarga disputa legal sobre los derechos de Mingo, y el terror a no poder interpretarlo nunca más.
Un personaje en busca de un actor
Primero como sketch de Operación Ja Ja, y desde 1971 con programa propio, Polémica en el bar, la creación de Gerardo y Hugo Sofovich, le ofreció un terreno fértil para que Minguito se desarrollará hasta convertirse en ícono nacional. Desde aquella mesa que en voz de Edmundo Rivero era “escuela de todas las cosas”, el personaje hizo gala de una candidez que empatizó con el gran público. Y claro, ¿quien no tenía un Minguito en la familia?
La estructura del sketch le ponía como contrafigura a alguien culto que lo corregía y trataba de enseñarle modales. De acuerdo a la época pivotaron en el rol Javier Portales, Jorge Porcel y, en la última etapa, Gerardo Sofovich. Decidido a potenciar la ignorancia del personaje en contraposición con el Tinguitella original, Altavista fue creando algunas muletillas que enseguida calaron hongo en el público de la época: “Sé gual”, por “es igual”; “Hay que levantarle un manolito”, por “monolito”, “¡Qué hacé trí trí!”, un saludo a Porcel que todavía se usa entre amigos, y muchos otros.
Sin embargo, mientras la gente abrazaba lo genuino de Minguito tanto en la radio como en la televisión, al poder de turno no le gustaba nada tanta “ignorancia” televisada, y al marketing tampoco. Desde el gobierno militar le dieron un mes para que “educara” la versión radial de Mingo: “Le dije al productor del programa que me las picaba y me fui. El quía pretendía algo que yo no puedo hacer”.
Por su parte, La Serenísima levantó del aire un comercial televisivo de yogur protagonizado por los integrantes de Polémica en el bar, en el que el personaje remataba diciendo “¡Sí señó, qué yogú!”. La solución fue regrabar esa parte, con el personaje remarcando bien la letra “R”.
Minguito molestaba más de lo que Altavista creía. Quedó claro cuando su popularidad comenzó a ser directamente proporcional a los cuestionamientos. Y entre ellos, un día de 1982 llegó el menos pensado: Hilda Reboira de Chiappe, viuda de su “hermano de la vida” Juan Carlos Chiappe (quien había muerto en 1974), le inició acciones legales por apropiarse del personaje, que según la mujer no era de él.
Un mal trago, que Juan Carlos exorcizó en una charla con Mario Mactas en 1987: “He ganado en primera y segunda instancia, pero ellos ahora apelaron. Según la señora, yo exploto y uso un personaje que pertenecía a su marido. Chiappe era mi hermano, nos contábamos todo. Él había tomado ese nombre de un carnicero, Domingo. Pero el de Polémica en el bar no tiene nada que ver con ese. Aquel era un personaje amargo y duro, con la vida y los problemas de la gente que se gana la vida ahí, en la quema. Mucho tiempo después los Sofovich me pidieron que hiciera un reo que discutiera con los otros tipos del bar y lo hice, sin ninguna relación con el otro, sin parentesco. Incluso fue (Rodolfo) Crespi, pobre, el que de pronto le gritó ‘Mingo’ al personaje, y ahí quedó, como podía haber quedado ‘Pepe’ o ‘Cacho’. Por eso no entiendo la demanda”. El tiempo le dio la razón.
El hombre inolvidable
Primero 40 puntos de rating, después 60. A la mañana Radio Belgrano, a la tarde Radio Colonia, a la noche la televisión. Altavista era más Minguito que Juan Carlos, y el ritmo de trabajo no siempre se llevaba bien con su problema cardíaco crónico. A los 40 años a Juan Carlos lo diagnosticaron con el Síndrome de Wolff-Parkinson-White, una afección cuyo síntoma es que la frecuencia cardíaca se acelera considerablemente. El actor estaba en tratamiento, y hasta se sometió a una cirugía para intentar corregir el mal, pero sin éxito. Cada tanto, la taquicardia le hacía pasar un mal rato.
En 1987 a Minguito le llegó la oportunidad de brillar con programa propio. Súper Mingo se emitía los lunes a las 21 por Canal 11, con un humor naíf que se paraba en la vereda de enfrente de Las gatitas y ratones de Porcel y No toca botón, sus principales competidores del año en el rubro humor. El decorado, semejante a la redacción de un diario donde Mingo era “miembro del Cuarto Poder” (como ya había sucedido en tiempos de Operación Ja Ja con “La voz del rioba”) era propicio para que interactuara con figuras invitadas.
Además, el personaje tenía un interés romántico, una mujer hermosa, esbelta e inalcanzable con los rasgos de Silvia Peyrou. Hoy la actriz se emociona en charla con LA NACION: “Estaba haciendo teatro con Gerardo Sofovich y me llegó una llamada para reemplazar a una actriz en el nuevo ciclo, Súper Mingo. Estaba muy nerviosa porque a Juan Carlos lo adoraba y admiraba mucho. Al día siguiente yo estaba en el estudio repasando la letra, él llegó, se acercó a mí y me dijo: ‘Bienvenida. Si estás acá es porque Dios te envió’. Fue algo maravilloso a nivel actuación y también humano. Me acuerdo que le pedía al director que se me viera de la cintura para arriba. Fue un cambio, porque otros humoristas querían ‘cuerpo’ y él no, buscó que se me conociera como persona”.
Súper Mingo duró dos temporadas en Canal 11, la segunda con la participación de Federico Luppi y menos repercusión que la primera, que fue un gran éxito. Sin embargo, Altavista fue convocado por Canal 2 para mudarse y hacer, con libretos de Hugo Sofovich y apuntalado por Javier Portales y Marcos Zucker, Vamos Mingo todavía. El ciclo comenzó en mayo de 1989, con mucho entusiasmo de parte de sus hacedores y también del público. Pero se interrumpió el 20 de julio, cuando su protagonista murió repentinamente.
A las 16 de ese día del amigo, mientras ensayaba el sketch “La familia” con Portales (todavía no repuesto de la tragedia de su amigo Alberto Olmedo, un año antes), Juan Carlos sintió un dolor agudo en el pecho. Ante la demora de la ambulancia, fue su hijo Juan Gabriel el que lo llevó al hospital Garrahan. De ahí lo derivaron al Argerich, donde falleció a las 18.55. Literalmente, le había entregado su corazón a la gente.
Fue el saludo final del actor, pero no del personaje. De la mano de su yerno, Miguel Ángel Rodríguez (muchos años casado con su hija menor, Maribel), Minguito volvió a la mesa de Polémica en un experimento que no fue una imitación sino un homenaje en mayúsculas. Este regreso le permitió también reencontrarse con su amor de la ficción, Silvia Peyrou: “Te juro que cuando se abrió esa puerta, y giró Miguel Ángel sentí que era él. No aguanté más y me puse a llorar, fue muy fuerte. Él era un excelentísimo actor y me enseñó a valorarme como actriz, a poder disfrutar la profesión desde otro lado, no solo por ser ‘la chica sexy’. La seguridad, la conexión, siendo un cómico hombre, el respeto hacia la mujer; el amor a la familia, a sus hijos. En televisión fue la única persona con la que me daba placer ir a trabajar. Todavía lo extraño cada día”.
Hacia el final de su vida, los límites entre Juan Carlos y Mingo se borraron completamente para el público. No importaba quién fuera el libretista, Minguito no era frases de un guion sino, la intención y emoción que ponía en ellas. Un sentimiento auténtico que nacía directamente de su humanidad: “Te cuento una cosa cierta, aunque parezca increíble. Cierta vez yo iba con mi auto por ahí por la Plaza de Mayo. De repente vi que cruzaba la calle una paloma renga. Apenas el semáforo diera la luz verde sería aplastada. Entonces giré todo el volante, me le puse a la par y la acompañé hasta que subió a la vereda. Recibí una punta de bocinazos y todos los insultos del mundo. Nadie se dio cuenta por qué yo había hecho esa maniobra disparatada. Al otro día quise sacarme eso de encima, tan lindo, y conté el episodio a través del Mingo. Recuerdo que a Mario Fortuna le pareció algo exagerado, pero en general al Mingo se le banca cualquier cosa, se le cree cualquier ternura. A Altavista no le pasa lo mismo”.
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