Junto con otras novelas, el último libro de Gabriela Cabezón Cámara pone en cuestión el relato cristalizado de la colonización de América
Hoy las teorías poscoloniales dan por tierra con esa idea monolítica que tuvo durante largo tiempo el poder de cristalizar el origen de América. Así y todo, parece persistir el cuento de los europeos que bajaron de los barcos en unas tierras vírgenes, parecidas al paraíso, y tan vacías como sus ansias de dominación necesitaban. De ahí que el desafío sea recuperar las memorias que laten bajo las capas de tiempo. Y no hay nada más poderoso que la imaginación para mostrar lo invisible, como bien sabe la ficción. En el último tiempo, una serie de escritores argentinos han vuelto la vista al pasado para crear un lenguaje hecho de múltiples perspectivas y oralidades con el que descubrir otros orígenes.
Contra el relato único, el punto de partida parece ser la fluidez. Al menos eso ocurre en Las niñas del naranjel, la novela reciente de la escritora Gabriela Cabezón Cámara (Buenos Aires, 1968), que toma al polémico personaje histórico de Catalina de Erauso, más conocida como la Monja Alférez, una nena que se cría en un convento y luego, como varón, forma parte de la Conquista de América. Con él inventa a su protagonista, Antonio, un conquistador que es condenado varias veces a la horca y logra huir junto a dos niñas guaraníes. A medida que escapa por la selva paranaense, siente la urgencia de volver a contarse y le escribe una carta a su tía para mostrarle todo lo que vivió desde que dejó el convento en España.
"Sin excepción, son novelas que se sumergen en la herida abierta en la región y rompen con las imágenes estereotipadas del otro"
La historia pone en escena la cualidad móvil de la materia, la identidad, la vida. Si bien el punto de vista es de un español, su mirada desaforada de conquistador cambia de perspectiva radicalmente a partir del encuentro con las nenas guaraníes. Mientras que el capitán y los hombres que lo buscan aparecen toscos, violentos, incapaces de ver más allá de su propio interés mercenario, Antonio se deja cuidar y cuida a las niñas que lo acompañan. Las escucha, las ampara, se hace flor con ellas para dormir en medio de una selva que los enreda y cobija.
Una vez más Cabezón Cámara gira la mirada al pasado para romper con las ideas de poder y violencia engendradas en el período de la Conquista, y pone en las relaciones entre lo diametralmente opuesto –un rudo hombre español, dos nenas curiosas y algo mágicas, la selva indómita– la semilla capaz de originar una manera más gozosa de vínculos entre lo humano y lo no humano. Ya lo había hecho, y de modo magistral, en Las aventuras de la China Iron, en la que se vale de la China abandonada por Martín Fierro para inventar una luminosa utopía de vida en común.
No es la única que mira atrás para proponer otra historia. Unas décadas antes la escritora jujeña Libertad Demitrópulos (Ledesma, Jujuy, 1922 - Buenos Aires, 1998) también imaginó un origen a la vera del Paraná, hecho de barro y valentía, en su exquisita Río de las congojas, la historia de la mestiza María Muratore que lucha junto a Juan de Garay para trasladar hacia el sur la ciudad de Santa Fe. Es una heroína que no tiene miedo, avanza y se funda a sí misma hasta encontrar su destino en el río. En una escritura llena de poesía y oralidad, Demitrópulos logra que el lenguaje nos haga entrecerrar los ojos para ver más allá. Fragmentaria y poderosa, la novela cuenta lo que nadie antes había contado, las identidades que se forjan en el intersticio entre una cultura y otra, la ausencia de miedo de las mujeres, el valor del deseo, del cuerpo, de una osadía capaz de revelarse frente a las imposiciones de los hombres.
Las dos novelas transmiten la sensación de una fuerza superior a la individual que se vuelve red. En ese sentido, en ambas la naturaleza exhibe un rol activo, es decir, es una entidad que deja de ser puro paisaje. La selva para Cabezón Cámara, el río para Demitrópulos tienen acción, llevan a los personajes a otro conocimiento de sí mismos, los transforman, les dan un destino posible. Y no solo eso, por momentos se disuelven con ellos en una entidad única en la que es difícil distinguir qué es humano y qué no lo es.
Puede que sea casualidad o de verdad haya algo en el agua turbia del Paraná. Como sea, el autor santafesino Juan José Saer (Serodino, Santa Fe, 1937 - París, 2005) disuelve los términos de civilización y barbarie en su ya clásica novela El entenado, en la que un adolescente español llega a las costas de ese río como tripulante de una embarcación y se encuentra con los Colastiné, que matan a todos sus compañeros de viaje y lo llevan a vivir a su tribu. Luego de diez años lo regresan con los suyos, o mejor dicho, con los españoles que ya le son ajenos. En ese ida y vuelta, Saer cambia la perspectiva del narrador y también cambia la del lector, en un lenguaje que es música y fundación.
La contracara perfecta de esa historia podría ser Zama, de Antonio Di Benedetto. Mientras que el protagonista de Saer va y viene, se mueve de mirada, ya no espera nada porque todo lo encontró atrás, Zama narra la existencia solitaria, en espera permanente de don Diego de Zama, un funcionario de la corona española en Asunción del Paraguay que aguarda ser trasladado a Buenos Aires a fines del siglo XVIII. Es una vida puesta en pausa, en una región lejana, siempre ajena.
Más reciente, y desde un género que apela a la figura mítica de la sirena, la novela La pez, de Gabriela Larralde (Buenos Aires, 1985), ganadora en 2022 del Premio Estímulo a la Escritura “Todos los tiempos el tiempo”, narra la historia de una mujer anfibia, una suerte de sirena marrón y salvaje del río Paraná. A través de distintos registros –las anotaciones de un almirante, de un científico y el diario de Isabel de Castilla– expone una mirada crítica sobre la Conquista.
Sin excepción, son novelas que se sumergen en la herida abierta en la región y rompen con las imágenes estereotipadas del otro. Hay algo gozoso en ellas, que se ve con toda su fuerza en Las niñas del naranjel, la alegría de dar con un lenguaje capaz de mostrar el movimiento inherente a cada ser, que hace de lo propio y lo ajeno una red capaz de integrar naturaleza y culturas, lo interior y lo exterior, y acaso permita intuir una alternativa de futuro.
Las niñas del naranjel, de Gabriela Cabezón Cámara (Random House). 256 páginas. $ 10.999
Río de las congojas, de Libertad Demitrópulos (Fondo de Cultura Económica). 161 páginas. $ 7900
La pez, de Gabriela Larralde (Emecé). 168 páginas. $ 7900