El último legado de la escritora antillana, fallecida a comienzos de mes, es un explícito homenaje a José Saramago en que se combina lo fantástico con lo real y donde toda promesa de paraíso resulta precaria
Maryse Condé nació en Guadalupe, isla de las Antillas francesas, en 1934. Murió en Vaucluse, Francia, hace unos días, el 2 de abril. Probablemente buena parte de su proyecto vital y literario pueda cifrarse en las distancias, proximidades y contradicciones entre esos dos puntos geográficos.
Criada –como cuenta en Corazón que ríe, corazón que llora, uno de sus libros autobiográficos– en el seno de una familia de los llamados “grandes negros” (la minoría de color que había logrado una situación acomodada en la sociedad guadalupense), se formó en la devoción por la lengua y la cultura francesas, el rechazo al créole caribeño, y la convicción de que su destino se jugaba en la escritura y, en sus propios términos, la “pasión por la verdad”.
En París, donde se instaló a los 16 años para continuar con sus estudios, descubrió que poco importaba que recitara maravillosamente a Verlaine o se luciera en la vida escolar: lo único que los parisinos veían en ella era su color de piel. La metrópoli a la que tanto había reverenciado le mostró, de un modo no poco brutal, un aspecto de la negritud que hasta ese momento le había sido opaco. La jovencita “soberbia, criada en el soberano desprecio a los inferiores” terminaría alejándose del Liceo Fénelon donde la habían inscripto sus padres, para acercarse al circuito de intelectuales y activistas que a comienzos de los años cincuenta discutían el colonialismo, revisaban la historia de la esclavitud, leían a Frantz Fanon y publicaban en la editorial Présence Africaine.
“Mi primera novela apareció a mis 42 años, cuando otros ya están archivando sus papeles y borradores y fue muy mal recibida, algo que he aceptado con filosofía como la prefiguración de mi futura carrera literaria –admitió–. La principal razón que explica que haya tardado tanto en escribir es que estaba tan ocupada en vivir que no tenía tiempo para nada más”. La novela a la que se refiere es Hérémakhonon, publicada en 1976, y la existencia que la desbordó es la que relata en La vida sin maquillaje, un libro de memorias que logra ser a la vez descarnado y reflexivo.
"África permeó el pensamiento de Condé e impactó tanto en las historias que ambientó en el mismísimo continente negro (por caso, Ségou: las murallas de tierra) como las que, desarrolladas en América"
Tras el embarazo que, a los 19 años, la convirtió en madre soltera, anuló el sueño de ingresar en la Sorbona y la puso a expensas de la asistencia pública francesa, vendría el casamiento con Mamadou Condé, actor guineano que sería el padre de los tres hijos que vinieron después y del que pronto se alejaría, pero cuyo apellido mantendría hasta el final. De la mano de Condé también vino África, continente que a esas alturas se le aparecía a Maryse como la respuesta a todos sus interrogantes identitarios. Allí –suponía–, en el lugar de donde habían salido engrillados sus ancestros, se encontraría con un auténtico hogar. Con sus cuatro hijos a cuestas, dedicada a la docencia y sin renunciar a eventuales –y por lo general catastróficas– historias amorosas, trazó un periplo que duró unos diez años y, entre golpes de Estado y violencia (eran los convulsionados años sesenta africanos)– la llevó por Guinea, Costa de Marfil, Senegal, Ghana. Nunca dejó de estudiar; siempre intentó escribir. África, sus diversas lenguas, sus costumbres aún arcaicas, su definitiva lejanía, la arrasaron. Porque si para las Antillas era demasiado francesa y para Francia demasiado negra, para el sentido común africano era una mujer demasiado europea y autónoma.
No obstante, el núcleo duro de su escritura –ficción, teatro, ensayística– se gestó durante esa experiencia. África permeó su pensamiento e impactó tanto en las historias que ambientó en el mismísimo continente negro (por caso, Ségou: las murallas de tierra) como las que, desarrolladas en América (La Deseada; Yo, Tituba, la bruja negra de Salem), introducían temáticas de género y el irresuelto trauma de la esclavitud.
En el homenaje que La Grande Librairie, emisión televisiva francesa, dedicó recientemente a Maryse Condé, la escritora de origen martiniqués Gaël Octavia aseguró que en la obra de la guadalupense “está la literatura y está la mujer. Descubrir su literatura es descubrirla a ella”.
La máxima es perfectamente aplicable a El evangelio del Nuevo Mundo, el último libro de Condé, ahora traducido al castellano y publicado en Francia en 2021, tres años después de que la autora obtuviera el Premio Nobel Alternativo de literatura, cuando las huellas del Parkinson ya hacían estragos en su voz y en sus gestos.
Condé, que en los años noventa defendía a la literatura en tanto “trabajo de deconstrucción y reconstrucción, mosaico realmente personal, único” y que hizo de su propia escritura un laboratorio desde donde superar, entre otras cosas, la oposición entre el francés y el créole, parece haber soltado amarras en El evangelio del Nuevo Mundo y entregarse a una apuesta por momentos lúdica, por momentos amarga y en la que siempre es posible seguir los rastros de su identidad.
En explícito homenaje a El evangelio según Jesucristo de José Saramago, traza las desventuras de Pascal Ballandra, protagonista de la novela, nacido en un “departamento de ultramar” muy parecido a Guadalupe y abandonado por su madre –quien a su vez había sido abandonada por el padre del niño– en un pesebre, un domingo de Pascua, entre los cascos de una mula. Adoptado por un matrimonio que no podía tener hijos y considerado inmediatamente fruto de un milagro, Pascal crecerá entre sueños admonitorios, prodigios que quizá lo sean o no, compañeros de ruta que se llamarán María, Marthe, Lazare (convenientemente “resucitado”), e incluso enfrentará las consecuencias de la traición de un tal Judas Éluthère. Ubicada en una temporalidad imprecisa (hay referencias tanto a los años ochenta como a la crisis migrante de comienzos de este siglo), la historia oscila entre lo fantástico y lo real; la autora no se priva de hacer todo tipo de citas literarias ni de imprimir al relato un tono donde lo burlón no siempre enmascara la amargura. Pascal nunca termina de entender cuál es su misión en la Tierra y los sucesivos “paraísos” humanos con los que intenta comulgar se revelan, indefectiblemente, precarios. Quizá, parafraseando la célebre frase, Condé haya podido pensar “Pascal Ballandra soy yo”: un ser atravesado por la crueldad y la belleza del mundo, dueño de una palabra que se resiste a ser devastada.
El evangelio del Nuevo Mundo
Por Maryse Condé
Impedimenta. Trad,: Martha Asunción Alonso
349 págs./ $27.500
La vida sin maquillaje
Maryse Condé
Impedimenta. Trad.: M. A. Alonso
320 páginas, $ 26.000