La audición, de Abel Gilbert, retrata al autor de Facundo en sus días finales y se suma a otras obras centradas en su figura
Más que partir aguas, la figura de Domingo Faustino Sarmiento parece condensar en sí misma no solo la deriva o el mito fundacional de un país –el hombre ilustrado que llega a la Presidencia– sino también aquel núcleo, aquella pretendida bipolaridad que ha obsesionado a historiadores, sociólogos y literatos por igual y que podría sintetizarse en los propios términos del prócer y que todos conocemos, esto es: civilización y barbarie. Decir “Sarmiento” implica desde luego situarlo en un papel medular en el desarrollo de la educación, el impulso y la gestación de la Constitución de 1853, a la conformación en sí de una república que por entonces se componía de piezas dispersas; al mismo tiempo, aunque esa otra faceta por lo general se encuentre asordinada, su herencia es la de alguien que –la pluma y la palabra, sí, pero también la espada– no dudó en masacrar a sus enemigos, y que en la desmesura de sus diatribas privadas y públicas podría haberse colgado con toda comodidad la denostada medalla de “salvaje unitario”.
"Sarmiento, a partir de sus aristas contradictorias y los enigmas que siempre supo disparar su intimidad, ha resultado una piedra que con cierta frecuencia la ficción se ha tentado de esculpir"
Su ensayo popularmente conocido como Facundo, centrado en la figura del caudillo federal Facundo Quiroga como disparador de la mentada antítesis (la ciudad versus el campo; Europa y Estados Unidos versus Latinoamérica), es una obra fundamental de la literatura argentina en ciernes, que en cierto modo abre y cierra un primer ciclo de ese particular linaje dedicado a las figuras históricas; fundamental por su peso específico –más allá de la ambigua celebración de Borges–, pero asimismo porque de ella deriva el mapa o el conflicto de una literatura y a la vez de un país. En su célebres notas publicadas en la revista Punto de Vista en 1980, Ricardo Piglia subraya que el Facundo empieza con la historia de una frase en francés, y propone a partir de esa suerte de desvío comenzar a entender no solo una retórica sino también una identificación: un programa para la literatura del futuro.
En esa literatura del futuro el mismo Sarmiento, a partir de sus aristas contradictorias, de la vastedad de sus intervenciones en el campo público y los enigmas que siempre supo disparar su intimidad, no casualmente ha resultado una piedra que con cierta frecuencia la ficción se ha tentado de esculpir. Texto señero, Montevideo de Federico Jeanmaire –publicado originalmente en 1997– atrapaba a Sarmiento en una instancia no tan joven pero sí iniciática, una temporada en la capital uruguaya en la que el deseo, en todas sus formas, lo acorrala y desborda. Más recientemente, Martín Caparrós publicó también su Sarmiento.
La audición ancla en los meses finales de un Sarmiento casi acabado, recluido en un hotel de Asunción adonde ha ido a instalarse con su familia en busca de un clima más benévolo pero en rigor, intuye, a morir
Emilio Jurado Naón, por su parte, diseñó en Sanmierto (2019) un collage, el recorte prosaico de un puñado de escenas en clave paródica –y grotesca– en las que al autor de Recuerdos de provincia no le quedan ni los vestigios del mármol.
Sin llegar a ese extremo, en su reciente novela La audición, Abel Gilbert (Buenos Aires, 1960) ancla en los meses finales de un Sarmiento casi acabado, recluido en un hotel de Asunción adonde ha ido a instalarse con su familia en busca de un clima más benévolo pero en rigor, intuye, a morir y, por cierto, a hacerlo en la tranquilidad que le otorga encontrarse relativamente lejos de su patria. Sarmiento está casi sordo, inmóvil, apenas se comunica con aquellos que lo rodean, pero su cabeza es un campo de batalla en el que no solo bullen los recuerdos sino también la imaginación, incluso el delirio. Escribe en un cuaderno, con un mísero “lapicito” –aunque su editor desmienta el gesto o la sobreactuación–, tratando de saldar cuentas con los demás y consigo mismo. Entre otros hallazgos, la novela de Gilbert logra retratar a Sarmiento con la paciencia necesaria para que detrás del absurdo, de los pasos de comedia, la figura de este surja en toda su espesura sin la tentación o el facilismo de reducirla. Así podemos verlo en su voluptuosidad, en su agudeza, en sus bajezas y mezquindades, en sus obsesiones, mientras por su mente desfilan desde Franklin a Chopin, desde su hijo herido de muerte en Curupaytí hasta Elisabeth Nietzsche, su vecina fanática que ha llegado allí a fundar una colonia que resguarde la pureza racial, y que llega a robarle el cuaderno para dejar constancia allí de “su verdad”.
La instancia crepuscular que Gilbert elige para emplazar a su protagonista recuerda, al margen de otros puntos de confluencia –en particular el énfasis que la primera persona le ofrece–, a ese clásico contemporáneo que es ya El farmer, la novela que Andrés Rivera le dedicó a Juan Manuel de Rosas, otro protagonista frecuente de la ficción, y en cierto modo a otra de las obras de raíz histórica de Rivera: La revolución es un sueño eterno (sobre el orador de la Revolución de Mayo, Juan José Castelli, que triste y paradójicamente se queda sin voz). Otros vínculos –como la sombra de Elisa Lynch, femme fatale por excelencia de la época– la acercan a Enterrados, de Miguel Vitagliano, en la que la explosión de la AMIA nos lleva, tras una serie de eslabones, hasta Bartolomé Mitre.
Dos rasgos se imponen por sobre los otros y hacen de La audición una obra singular. Por un lado, una intromisión en el relato, una voz que se lo apropia y provoca algunos momentos tan destemplados como brillantes. Pero, en particular, la omnipresencia lacerante de los sonidos, del Sarmiento bailarín que se sueña músico al ruido de los trenes –es decir, del progreso– y los aplausos que glorifican al Restaurador. Sobre este último rasgo se monta un aparato conceptual, que funciona como sístole y diástole de la conciencia a cada segundo más amarga del protagonista, y que termina siendo la letra de su condena.
La audición
Por Abel Gilbert
Golosina
207 páginas, $ 5200
Sanmierto
Por Emilio Jurado Naón
Leteo
160 páginas, $ 6600