Epidemia de infelicidad. Las caras de este tiempo
Las fotos y los afiches con que se anuncian los recitales que inundan el país, a razón de uno por día, repiten una imagen. No importa el nombre de las o los protagonistas. Terminan por fundirse en un mismo retrato. Ellas, con labios y pómulos inflados a fuerza de colágeno y cirugías. Ellos, con orejas atravesadas por aros, barba de tres días y pelo pintado de amarillo desteñido en la parte superior. Todos y todas con expresión adusta, entre el mal humor y la depresión, mirando a cámara con hosquedad. Como a disgusto con la vida en general o, al menos, con la propia. Igual ocurre en avisos de perfumes, de ropa e incluso de autos, en donde los modelos parecen manejar los vehículos como un arma contra el mundo, en actitudes de hedonismo impostado, sin goce. Otra cosa son los anuncios de cerveza, aperitivos y bebidas alcohólicas. Allí predomina una alegría compulsiva, maníaca, que posiblemente no obedezca a motivos genuinos de felicidad, sino simplemente al efecto del alcohol. Un placer efímero, artificial, que necesita subir la dosis del estímulo para sostenerse.
Quizá todas estas imágenes estén documentando involuntariamente la cara y el aire de los tiempos. Epidemia de infelicidad y de incomodidad con el propio ser, a contrapelo de un desarrollo tecnológico desconectado de cualquier progreso moral paralelo. En el primer año de la pandemia, la Organización Mundial de la Salud (OMS) informaba que la depresión y la ansiedad habían aumentado un 25% en todo el planeta. Si bien la misma pandemia agregó un condimento fuerte, la cuestión ya preocupaba desde comienzos de siglo. Acaso no se trate de un tema sanitario, sino existencial. El implacable y profundo pensador inglés John Gray (no confundir con el superficial autor estadounidense que hablaba de hombres marcianos y mujeres venusinas) sostiene que la infelicidad humana proviene de la inútil pretensión de ser lo que no se es. En su extraordinario ensayo Filosofía felina, dechado de lucidez y acto de amor a los gatos, Gray muestra que esa pretensión tiene resultados trágicos, ridículos y previsibles.
Las personas tienen miedo a estar consigo mismas, a reconocerse y aceptarse como son y a explorar desde allí un propósito para su vida, dice Gray. Se niegan a aceptar su mortalidad y el tiempo se les va en tratar de huir de ella a través de diferentes artificios con los que intentan doparse (ruido disfrazado de música, consumismo voraz, relaciones tóxicas, permanentes modificaciones al propio cuerpo a través de cirugías, tatuajes, piercings, seudoterapias, etcétera). Todo estéril. Sin tiempo ni capacidad para la contemplación, a la que el pensador inglés define como capacidad de mirar el mundo sin interpretarlo, sin forzar a la realidad a confirmar un relato sobre la propia vida.
Es posible que la tediosa repetición del mismo rostro, la misma fisonomía modificada y el mismo gesto, no importa quiénes sean los intérpretes cuyo recital se anuncia, sea más representativa de los tiempos que vivimos que sus canciones (generalmente mediocres). Como también podría ocurrir con la epidemia de cirugías estéticas compulsivas en gente cada vez más joven, de la cual daba cuenta semanas atrás un informe publicado en el suplemento “El berlinés”, de este diario. Cruel paradoja: en su afán de no ser quienes son, de no conocerse ni aceptarse a sí mismas, las personas buscan convertirse en alguien diferente y acaban, a través de modas, tendencias, actitudes, hábitos e intervenciones en el cuerpo, siendo todas iguales, sin identidad propia. Es lo que el filósofo coreano Byung-Chul Han llama, en su ensayo La sociedad del cansancio, la sobreabundancia de lo idéntico. Gray, a su vez, advierte que la felicidad llega sola, como una epifanía, cuando se puede ver el mundo sin ansiedad. Para eso es necesario habitarse a uno mismo, permanecer en el propio ser en lugar de huir de él.