Marcos López. La vida del fotógrafo, de película
El cineasta Ulises Rosell revela en un documental la intimidad del artista de elite que fotografía la cultura popular. Obsesiones y miedos del hombre que preparó un asadito para La última cena
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Uno de los hábitos recurrentes que Ulises Rosell sostiene a través del tiempo consiste en deambular por lugares, personajes y situaciones, en busca de alguna nueva historia, en principio como escape de su propia realidad. Es un ejercicio de la curiosidad que arrastra desde hace décadas, y que no está atado necesariamente a su oficio de director. “Cuando algo me interesa, me empiezo a meter y quiero que mi tiempo transcurra ahí. Que sea un lugar al que me puedo ir de vacaciones de mi vida”, detalla el cineasta y documentalista de 51 años. Después, claro, el jackpot se produce cuando ese universo que se abre frente a él termina resultando el germen de una nueva película. “Está buenísimo cuando a esa historia le encuentro la forma para ser contada, pero no es al revés. No es que digo ‘voy a hacer una película sobre tal cosa, a ver cómo me infiltro’. No me funciona así.”
Las últimas vacaciones de Rosell lo tuvieron inmerso en el variopinto mundo de Marcos López, el multifacético artista argentino reconocido por su particular obsesión y representación de nuestra cultura popular. Hasta dar con la película, que se estrenó en el marco del reciente Bafici y se encuentra disponible para ver en Cine.ar, Rosell y López fueron desarrollando un vínculo que se cocinó de a poco: primero, como vecinos del barrio (Rosell había alquilado una oficina a metros de la casa de López en San Telmo), y más tarde como colegas que compartían experiencias e inquietudes (López se probó en el traje de documentalista en su trabajo Ramón Ayala, basada en la vida y obra del músico misionero), la dupla confluyó en este proyecto conjunto, dando como resultado un registro documental que revela de manera fresca y desesteriotipada la intimidad de un artista de elite que, a sus ya cumplidos 60 años, batalla contra el paso del tiempo, sus obsesiones creativas, sus miedos y angustias.
“Hubo algo del enfoque sobre su propio trabajo que siempre me intrigó, me sentí identificado –dice Rosell sobre Marcos López–. Yo pensaba ‘este tipo es un personaje de película andando en la vida…’. Tiene algo de la neurosis muy a flor de piel y a la vez muy relacionada con su obra, con lo que produce”. López, la película, trabaja sobre la figura del artista consagrado abocado a la tarea diaria de seguir oxigenando su existencia creativa en medio de los entuertos de la vida cotidiana: una visita al dentista para reparar una corona, otra al veterinario para atender a su perro que transcurre sus últimos días, una sesión de medicina alternativa oriental para desterrar la ira de su cuerpo, parte de su familia que se muda de país y una obra que avanza en tiempo real, en medio de un libro en etapa de edición y una muestra homenaje en marcha. Todo contado con una picardía propia de un sainete italiano.
Durante la hora veinte que dura la película, la obra formal de Marcos López descansa en segundo plano, permitiendo que gane volumen la personalidad y el humor melodramático de este personaje, entrañable y torturado, siempre algo insatisfecho frente a su propia genialidad. Ante todo ese caudal de movimientos, colores y ocurrencias que maquillan la apasionante existencia de un artista que, en sus propias palabras “se nutre de la artesanía popular”, brilla la mirada de Rosell, exacerbando a través del relato las diferentes tonalidades del protagonista.
“Incluso la relación con su madre podría ser un género cinematográfico en sí mismo, porque es maravilloso. Cuando está tan a flor de piel la relación, cuando está tan expuesta…”, dice el director sobre uno de los focos más atractivos de la historia: la relación de López –hijo único–, con su madre recién enviudada, a la que visita periódicamente en su casa de Santa Fe. “Lo que me interesaba era esa continuidad entre la obra y la vida, donde las obras que produce son parte de la escenografía que lo acompaña. De hecho, es un poco así: entrás a la casa de Marcos y podría ser otra de sus obras. Está en constante cambio permanente. Yo no sé cuántas veces la pintó y empapeló y cambió de lugar los muebles… En un año y medio lo habrá hecho siete u ocho veces, cambió todo”.
En lo que podría significar el cierre de su trilogía inicial de documentales, después de sus elogiados Bonanza (2001) y El Etnógrafo (2012), López sintetiza por completo el estilo de Rosell, un director siempre atento a los chispazos de magia que se manifiestan sin estruendo en un tiempo aparentemente ordinario. Se trata de una observación lúcida, comprometida también con el humor y finalmente con el entretenimiento, justificando de algún modo cada segundo de pantalla. Entre un buen uso de la técnica y el timing, siempre logra imponer con sutileza su particular modo de observar y poner en valor la acción dentro de sus escenas, confirmándose como uno de los grandes retratistas audiovisuales de su generación.
“En realidad, todos nos pensamos que somos infinitamente sutiles y probablemente nuestra personalidad se pueda reducir a dos o tres rasgos fuertes y alguna variación –reflexiona Rosell–. Cuando ponés una cámara, te empezás a dar cuenta de eso: que al fin y al cabo todos somos monótonos, repetitivos. La idea de retratar a alguien al principio te da la impresión de tarea infinita, pero después te das cuenta de que… ok, es esto, esto y esto, y ya. Así que después solo pienso un poco los personajes secundarios y alguna peripecia que tenga más acción. Y se arma la película.”
Tras retratar la historia de Bonanza Muchinsci, un excomerciante aventurero devenido vendedor de mascotas salvajes que sueña con el éxodo hacia algún lugar mejor mientras vive en un asentamiento de chatarra, y después de registrar en El Etnógrafo la historia de John Palmer, un antropólogo inglés con doctorado en Oxford que hace tres décadas llegó al norte argentino para estudiar la comunidad wichi y jamás regresó a su tierra, Rosell parecía un narrador obsesionado con el relieve más anecdótico que crece en los márgenes, ahí donde no llegan las cámaras ni el agua potable. Por eso ahora, el brillo multicolor que expande la vitalidad torturada de López supone también un giro imprevisto en la cronología temática y estética de su obra. Sin embargo, detrás del éxito internacional de artista consagrado, reconocido por exacerbar las formas de una cultura popular de corte latinoamericanista, Rosell prefiere hacer foco sobre las zonas oscuras de esa existencia hasta dar con algunos de los vectores traumáticos que propulsan una vida abocada a la creación constante. Son verdaderos hallazgos, perlas preciosas para cualquier biógrafo. Por un lado, está la experiencia de una muerte temprana: la de su hermano mellizo que murió al nacer (“Quedó mortificado por haberle comido el alimento a su hermano”, dirá Juana ‘Chopi’ Rodríguez, la adorable madre de López). Y por el otro, el de una frustración adolescente que todavía le vibra en su pequeño e histriónico cuerpo: como cuando, quién sabe bien por qué, jugaba al rugby y jamás lo ponían en el equipo. “Esa es una de mis fuentes de inspiración”, dirá López con dosis iguales de rabia y diversión. “¡El resentimiento de mi adolescencia!”.
Además del humor, parte del ADN de Rosell tiene que ver con la intención de evitar categóricamente los lugares comunes y la solemnidad narrativa, en este caso frente a un consagrado del arte del que apenas se llega a ver su obra y sus cucardas en la pantalla. Tal vez esos sean algunos de los rasgos estilísticos que comparte con la llamada generación del Nuevo Cine Argentino, esa que a principios del nuevo milenio irrumpió con ganas de renovar la estética del cine nacional. Desde su debut con Bonanza, refaccionada y restrenada recientemente a través de YouTube, Rosell (que también tuvo sus experiencias en el cine de ficción, con El Descanso, de 2002; Sofacama, de 2006; y Al desierto, de 2017, protagonizada por su exmujer Valentina Bassi) ya parece gozar por completo de la expertise y la soltura que otorgan los años invertidos en el oficio, acercándose cada vez más suelto y liviano a sus objetivos, sin perder de vista el valor del proceso. “Ya con el tiempo me doy cuenta de que no pierdo el control de la cosa. Siempre cuando termina la jornada, hice lo que tenía que hacer: metí el plan y la pasé bien. Soy responsable a la vez (se ríe). Parece que no, pero sí”, dice Rosell, que ahora se encuentra en proceso de una serie documental sobre la pandemia, para la cual estuvo filmando las calles de Buenos Aires durante toda la cuarentena. “No sé cómo, pero uno se va profesionalizando en un buen sentido. No es que profesionalizarse es ponerse un sueldo y decir ‘bueno, si no está esta guita yo no trabajo’. Simplemente se trata de poder concretar más o menos las cosas que vas imaginando.”
¿Cómo jugó esa experiencia a la hora de retratar a un retratista como López y cómo se encontró él desde ese nuevo lugar de observado?
Es que Marcos, en general, no puede parar de mostrar su vida. Te lo encontrás por la calle y te cuenta sin ningún tipo de contención lo que se le está cruzando por la cabeza en ese momento. Tiene algo así como incontinencia emocional; no sé cómo se llama eso, pero es una cosa espectacular. Encontrárselo a Marcos cada tanto y hablar de lo que sea ya es una película. Te involucra en todo, de lo más íntimo a cuánto arregló de guita por un laburo, los problemas con su mamá, las fotos que tuvo que mandar a no sé dónde… Es una cosa muy graciosa.
¿Y qué te dijo cuando vio terminada la película?
Marcos la fue viendo durante todo el proceso. Pero principalmente había ahí algo de temor, de ver qué parte tuya se revela sin que vos te des cuenta; hay una cosa muy íntima que le pasa a cada uno. Pero él sobre todo me decía: “no es una peli pretenciosa y eso ya es muchísimo”. Ni sé qué quiere decir eso... Yo me llevo bien con las películas que hago, en general me pasa eso. En un momento me di cuenta de que ya cuando arranco a filmar, cuando digo ‘ok, voy a hacer esto’, en un punto tengo que tener previsto que si la película fuera fallida también me tiene que interesar, me tiene que interesar el trayecto. Después, a veces te saldrá genial y a veces no tanto, así que busco no ser resultadista.
¿Sentís que el género documental es el que más te interpela?
Es en lo que me muevo sin condicionamientos. En general la ficción lo que tiene es un nivel de preparación, de búsqueda de fondos… Es mucho más complejo. Y hay algo también que me pasa a mí con el verosímil. Crear un verosímil para ficción me insume mucho laburo, creerme yo lo que estoy filmando. En cambio, en el documental eso viene dado, es verosímil porque existe, por más absurdo que sea. Al menos es ahí donde pongo mi exigencia y también mi propia autocensura. Tengo que estar muy conforme para lanzarme a hacer ficción. La peli Al desierto fue como un momento de la vida más que una película, me absorbió muchísimo. En cambio, con el documental, si de pronto se me prende una idea o alguien me convoca, empiezo mañana. Tengo mucha liviandad para trabajar en el documental, confío mucho en que solo con una cámara puedo hacer una buena película, o una película que a mí me interese. La ficción que me interesa implica mucho más.
Y la serie sobre el Covid en la que estás trabajando, ¿cómo será? ¿qué te interesa reflejar ahí?
Es una película en episodios cortos de diferentes momentos de la pandemia. Hice un muy buen registro de la ciudad vacía y de los primeros momentos de circulación, que es más loco todavía. Lo de la ciudad vacía tenía algo medio postalero que en sí no me interesaba mucho, pero cuando empezó a circular gente había un miedo, un aparato estatal metido en todos lados, una cosa que era como la distopía hecha realidad, una cosa terrorífica. Y me dí cuenta de que ahí había una película para hacer: algo que es muy cercano a la ciencia ficción y que se armó no sabemos cómo. De alguna manera, me vino bien para salirme un poco del retrato documental que ya conozco.