Es como dibujar sin goma de borrar y sin corregir

Empecé a ser padre de grande. Casi de viejo. Después de muchos años de solterón, con manías de niño bien, enfant terrible y artista consentido.

Un gran aprendizaje. En la vida práctica, en la vida misma, los niños me enseñan casi todo. Principalmente lo que tiene que ver con el "sentido común": demostrar el afecto, estar felices y conectarse con lo que pasa aquí y ahora.

Me marcan el camino con el dedo: "¿No ves? Te está pidiendo que le acaricies la cabeza", dijo una vez Aliona cuando tenía 6 años, señalando a la perra que se acercaba a mi escritorio, donde yo tipeaba frases célebres. No me lo olvido mas. Otra vez, vinieron a mi casa varias amiguitas de su escuela. En sala hay un altar con esculturas de yeso del Ekeko, velas, Ganesh (el Dios-niño elefante del hinduismo), el Gauchito Gil, Iemanjá, Ochum, Obatalá, Chanchitos alcancía? "Miren pero no toquen -les dijo con voz firme a sus amiguitas- son los santos de mi papá".

Con Aarón, que tiene 16, nos queremos pero somos más distantes. Cuando cenamos se me ocurre "educarlo": "Masticá bien. Poné la columna derecha y las dos manos arriba de la mesa. La comida tiene que llegar al estómago disuelta. No cargues el tenedor como si fuera una pala mecánica". Él me mira. No dice nada. Me tiene compasión. Me comprende.

Me sale un personaje ridículo, más conservador que mi padre y todo el Rotary Club, la comisión directiva del Colegio de Escribanos y el club de socios fundadores del colegio de curas de Santa Fe donde pasé mi juventud.

Creo que lo mejor de mí, como padre, está en el error. Me parece que se dan cuenta de que los quiero, que soy sincero y que trato de estar. Ser padre es como dibujar sin goma de borrar y sin corregir: lo que importa es el gesto. No especular. No ser pretencioso. Soltar la mano. Buscar conexión con el niño dormido que está dentro de uno. En esa búsqueda, uno se hace fuerte y crece.