Invitación a reflexionar sobre el juicio de Dolores
Medio país se lanzó a opinar sobre lo que se debía debatir judicialmente y de qué manera
Ha concluido el enjuiciamiento en Dolores a ocho jóvenes por cuya golpiza se produjo tres años atrás en Villa Gesell la muerte brutal de Fernando Báez Sosa. Salía de la adolescencia como aquellos otros.
Nadie con alguna autoridad jurídica ha propuesto todavía desautorizar por arbitraria la sentencia del tribunal actuante. Ha sido un juicio con las garantías debidas a la querella, la defensa y la fiscalía como representación legal esta del interés social.
A partir de un fallo con argumentos sostenibles en doctrina jurídica, se han hecho observaciones, algunas de no poco peso, que las partes ventilarán en el Tribunal de Casación de la provincia. Cada uno argüirá con razones diferentes. Y, eventualmente, procurarán llevar la causa por recurso extraordinario a la Suprema Corte de Buenos Aires y, por último, a la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Pasarán, en principio, alrededor de dos años, o más, para que el caso se cierre con la sentencia definitiva.
El hecho de que se trató de un juicio desarrollado simultáneamente en dos escenarios –puertas adentro del tribunal y puertas afuera– ha sido un epifenómeno de las pasiones que afectan en innumerables órdenes a la República. Los entresijos de la aplicación del Derecho Penal son de la complejidad y especialización derivadas de la naturaleza de las disciplinas que se ocupan de la suerte de los hombres, de la familia y la sociedad. ¿Quién se atrevería a golpear a las puertas de un quirófano para demandar a los profesionales intervinientes cómo resolver y con qué resultados una ardua operación?
Sin embargo, medio país se lanzó a opinar sobre lo que se debía debatir judicialmente, y de qué manera, en Dolores. Acaso quepa el atenuante de que las sutilezas y el tecnicismo del lenguaje jurídico, potenciados en sus arcanos por la oscuridad con la que suelen estar escritas las leyes y la doctrina jurídica hayan creado la confusión generalizada de que era posible embestir, sin más ni más, contra barreras conceptuales de difícil comprensión. Y no es que los especialistas estén siempre a salvo del mismo error.
Los gritos estentóreos, vulgares y simplistas de “perpetua” resonaron con su desmesura en ese contexto manifiestamente más amplio que el del estricto ámbito judicial de la causa. La dotó de nuevas connotaciones sociológicas y de psicología social, y puso a prueba no solo la templanza de los tres magistrados convocados a dictar sentencia, sino que develó una diferenciación de naturalezas en el entramado de cualquier sociedad.
Es la diferenciación que media entre el derrame emocional, raramente reflexivo en los comportamientos colectivos callejeros e inorgánicos, y la conciencia serena, ordenada y respetuosa de las instituciones –y de normas penales que perduran desde hace más de cien años– que confiere carácter único y superior a la identidad ciudadana. O sea, a la de la nacionalidad organizada jurídicamente sobre un territorio soberano como expresión cabal del Estado.
Habría que remontarse a la Guerra de las Malvinas, o a algunas de las crisis militares que colocaron en peligro el Estado de Derecho o a triunfos nacionales históricos en deportes, para hallar equivalencias aproximadas a la amplificación extraordinaria que tuvo el hecho horrendo de hace tres años en Villa Gesell. No se explica ese tremendo eco por rareza alguna del caso, pues lo antecedían incontables situaciones de igual índole, y más aún por las que se prolongaron en los tres años que lo siguieron. Con harta frecuencia se replican entre el desquicio de un país que no se resuelve a poner coto a la violencia generalizada y un Estado indolente para asumir de verdad el más primario de sus deberes: defender el orden público y la seguridad de los habitantes. Sin ir más lejos, la Argentina es el único país en el mundo que ha impuesto hace años discriminaciones para el ingreso en los estadios de fútbol por no saberse a ciencia cierta si serán controlables las grescas entre hinchadas rivales.
Fenómenos como esos se han agravado con los años, fermentados en el caldo de cultivo de gobiernos populistas que han descalificado el concepto de control social necesario de los delitos violentos, y también de otros de la gravedad de la corrupción en actos administrativos. Graves en sí mismos y como síntoma de que todo lo inadmisible es posible.
Si la toma de posiciones, por así llamarlas, populares en reclamo de un castigo inolvidable por el asesinato de Báez Sosa debe interpretarse como el clamor estruendoso de rechazo a tanta inseguridad como la que cunde hoy por las calles de la República, bienvenida sea. Obraría como un virtuoso catalizador del “Nunca más”, esta vez contra la violencia irracional, desenfrenada y sin neutralización eficiente por los poderes públicos.
Pero sobran motivos para creer también que entre la irresponsabilidad desbordada que nos abruma se ha hecho un lugar, tan inapropiado como indeseable en el espacio público argentino, el morbo de considerar a un crimen, a la destrucción de una vida juvenil y de sus sueños, como parte del mismo espectáculo alocado en que pierden a diario seriedad la política, la economía, y cuanto concierne a la identidad humana y social en su más digna y decorosa proyección. Si ha sido así estaríamos ahora en un sentido aún peor que antes del juicio.
Planteemos esa reflexión de otra forma: ¿tiene el periodismo argentino razones de orgullosa conformidad por las estribaciones a que se ha empujado, por la espectacularidad enfática y machacona del tratamiento informativo y ligereza en comentarios, la genuina centralidad de la muerte producida por una banda de camorreros? ¿No ha habido, salvo las excepciones propensas en la radio, la televisión, las plataformas digitales, y en particular, la prensa gráfica al examen minucioso, sereno y calificado de los hechos, adhesión en demasía acrítica a la demanda callejera de “prisión perpetua”?
Queda abierto hacia adelante el debate sobre la premeditación, que si existió tal como se ha argumentado con insistencia, habrá debido ser de una condición más elaborada que la de pelearse en riña o gresca, suscitada a altas horas de la madrugada, a partir del interior de la discoteca Le Brique y luego en la calle, con gente alcoholizada e involucramiento, de un lado y otro, de grupos de personas, y no solo de dos personas. La sentencia afirma que los acusados se organizaron para atacar a Báez Sosa a golpes, por sorpresa y desde dos frentes sin que la víctima pudiera advertir por sorpresivo lo que afrontaba. Ahora bien, ¿en qué momento se premeditó u organizó el hecho de matar con alevosía en un contexto definido temporalmente por instantes, más que por minutos?
El sentido común indica que a partir de la apelación inminente la defensa deberá encauzarse hacia intervenciones profesionales más personalizadas. Observamos esto más allá de la ponderable actuación profesional, cauta, precisa, sobria, del doctor Hugo Tomei y de la larga y experimentada mirada con la cual alegó seguramente pensando en el siguiente e inevitable escenario, el Tribunal de Casación. Escenario más recóndito y, todo lo hace prever, más libre de presiones sociales por la concesión del tiempo que transcurra.
Es decir, que debería romperse la concentración de la defensa en una única voz profesional como la que se articuló en Dolores en nombre de ocho acusados. Impele a presumir ese cambio de estrategia, entre otras consideraciones, la distinción que el tribunal hizo entre los cinco imputados a quienes impuso prisión perpetua, por un lado, y los otros tres jóvenes, a quienes condenó a quince años entre rejas por considerarlos incursos en “participación secundaria” en la comisión de homicidio aparentemente acordado por unanimidad. ¿Acordado, pero en qué momento?
Los interrogantes pendientes de resolución exceden los límites de una enumeración taxativa. ¿Irán los jueces de Casación más allá de lo realizado en el examen de la conducta de los cinco condenados a perpetuidad y distinguirán de esa forma el comportamiento de los tres que más claramente golpearon hasta causar la muerte de Báez Sosa, respecto de los otros dos condenados con igual pena y que asistieron a aquellos en el accionar delictivo?
¿Se replanteará ese tribunal la cuestión descartada del dolo eventual, que no encontró en Dolores acogida, y concierne a la hipótesis –dudosa, es cierto, después de los repetidos puntapiés en la cabeza de la víctima– de que los agresores no se representaran las consecuencias trágicas de lo que hacían? ¿Se atreverán los magistrados a detenerse sobre lo que ha habido tras el “velo de la ignorancia”, no de la ley, sino de la diversidad de situaciones que un mismo hecho puede suscitar en cuanto a la vida y muerte de los hombres, sobre lo cual profundizó John Rawls, profesor de Harvard y de Princeton, y uno de los mayores exponentes de la filosofía política del siglo XX?
En la continuación del caso en La Plata serán también jueces, aunque de un tribunal de alzada, quienes decidan sobre la evolución del drama que ha atormentado a varias familias. En primer lugar, la que ha perdido de manera irrecuperable a un hijo, afectada por el máximo dolor que padres puedan padecer, y otras, las que han sufrido el oprobio y hostilidad públicos, y después, el dolor y la angustia por el futuro que esperaría a sus hijos a raíz de las condenas recibidas. Carecen estas últimas familias hasta del consuelo de que las cárceles sirvan en los hechos para la rehabilitación de los delincuentes y no para potenciar los peores instintos de agresividad del género humano. Ya se advierte, además, cómo gravita sobre ellas el debate generalizado sobre cuál será el grado de tenebrosidad del territorio penitenciario al que serán arrojados estos hijos.
Comprensión para las familias afectadas. Comprensión como la que demostró llamativamente la política, al menos por una vez. Se abstuvo de extraer provecho de que la madre del principal imputado por su saña con la víctima era al momento de la tragedia secretaria de Obras Públicas del municipio bonaerense de Zárate, cargo al que renunció como secuela de lo ocurrido. Zárate se halla gobernada desde hace años por quien era su jefe, un exdirigente vecinalista encumbrado en el Frente de Todos.
Dato rescatable entre tanto desconcierto, desolación y vergüenza.
Ávila, exprofesor regular de Derecho Penal de la Universidad de Buenos Aires. Escribano, exsubdirector de La Nación; abogado