Lo que no cumplimos todavía
A 20 años de la reforma constitucional de 1994, los retos y materias pendientes de la democracia argentina resitúan los avances logrados. El texto reformado significó un avance en la incorporación de derechos y garantías fundamentales, entre los que se pueden distinguir tres grupos.
En primer lugar, los avances de orden político. La nueva Constitución sanciona todo atentado contra las instituciones y declara de toda nulidad cualquier acto de fuerza que vulnere el orden democrático. "Atentará asimismo contra el sistema democrático quien incurriere en grave delito doloso contra el Estado que conlleve enriquecimiento", especifica.
Concomitante a ello, sumamos innovaciones, como la consagración de la "igualdad real de oportunidades" entre varones y mujeres para el acceso a cargos y el reaseguro a los partidos políticos para su funcionamiento y financiamiento en tanto "instituciones fundamentales del sistema democrático".
En segundo lugar, se dio estatuto constitucional a 10 tratados internacionales referidos al reconocimiento y defensa de los derechos humanos. Y no sólo eso: el nuevo texto estableció una prelación normativa donde ahora la Constitución y los tratados internacionales tienen supremacía sobre las leyes (poniendo fin así a décadas de ambigüedad e inestabilidad jurídica).
Como tercer punto, las garantías que la Constitución asegura a toda persona. Se instituye el hábeas data y se incorpora al texto constitucional el recurso de amparo y el hábeas corpus, este último creado por una ley del presidente Alfonsín. Dentro de este marco, podemos agregar la consagración de derechos ciudadanos como los referidos a la defensa del consumidor y del usuario y otros, que algunos llamarían "de tercera generación", vinculados a un medio ambiente sano y al reconocimiento de la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas.
Más de medio siglo de golpes de Estado y oscurantismo institucional hacen de estas innovaciones un hecho de formidable trascendencia histórica. Pero no nos quedemos con eso: hay deberes de igual trascendencia sin hacer y los veinte años amplifican lo pendiente. Me refiero a la deuda que, como clase política en general y como Parlamento en particular, tenemos de cara a un funcionamiento verdaderamente democrático de las instituciones. Y esto también está en la Constitución del 94, sólo que no hemos acertado a cumplirla.
El conjunto de innovaciones que irían a traer mayor equilibrio a la gestión institucional distan hoy de cumplir aquella meta. Por ejemplo, la creación de la Jefatura de Gabinete, una figura concebida como articulación entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, hoy desdibujada bajo la forma de comentarista del día a día.
Institutos como el Consejo de la Magistratura, que daría transparencia e idoneidad en los procesos de selección de jueces, o la Auditoría General de la Nación, para asegurar control parlamentario sobre los actos de gobierno, lejos de contribuir al equilibrio se han visto progresivamente sometidos a las arbitrariedades del Gobierno.
El fortalecimiento del régimen federal, en tanto, debería haberse logrado con la sanción de una ley de coparticipación, algo que los constituyentes del 94 emplazaron para antes del fin de 1996. Pronto recordaremos el 20° aniversario de este incumplimiento: las provincias siguen siendo inducidas a cambiar alineamientos políticos por recursos fiscales centralizados desde Buenos Aires.
Esto no agota los retos pendientes. Nos debemos también mejorar el funcionamiento de mecanismos de democracia semidirecta, como la iniciativa y la consulta popular, resolver limbos como el de la autonomía de la ciudad de Buenos Aires o dotar de una autonomía efectiva al Ministerio Público.
En tal sentido, la UCR ha sido un actor clave para propiciar estas reglas de juego democráticas. No sólo por su papel gravitante en la reforma del 94, sino desde la misma recuperación de la democracia. El discurso de Raúl Alfonsín en Parque Norte en diciembre del 85 es un agudo despliegue sobre el sentido de la "modernización" de las instituciones de cara al inminente fin de siglo y con la memoria aún fresca de la dictadura. Para Alfonsín, modernizar implicaba "encontrar un estilo de gobierno que mejore la gestión del Estado y que plantee sobre otras bases la relación entre éste y los ciudadanos".
Un año después, en 1986, el presidente encargó al flamante Consejo para la Consolidación de la Democracia -órgano consultivo integrado por personalidades del ámbito político, académico, científico y cultural, presidido por el reconocido jurista Carlos Nino- antecedentes y opiniones sobre la posibilidad de reformar la Constitución de 1853 "para hacer más ágil y eficaz el funcionamiento de los diversos poderes del Estado y para profundizar la participación democrática, la descentralización institucional, el control de la gestión de las autoridades y el mejoramiento de la administración pública".
Como escribió Roberto Gargarella en su ensayo incluido en el libro Discutir Alfonsín, esta iniciativa del ex presidente, pese a sus limitaciones, "aparece hoy como una iniciativa única en estas décadas de democracia recuperada, cuando nada parece pensarse sino para el inmediatísimo plazo".
Y agrega: "Al mismo tiempo simboliza del mejor modo la concepción alfonsinista sobre cómo crear o reinstalar derechos en una sociedad que había arrasado con ellos".
No hay derechos en abstracto. Los hay, dentro de andamiajes institucionales. Y en eso mantenemos una deuda con los constituyentes del 94 y -si se me permite la parcialidad- con el temprano y esclarecido énfasis modernizador de Alfonsín.
Las constituciones son algo más que un cuerpo legal y un contrato. Con ellas pensamos la sociedad y articulamos una comunidad de aspiraciones.
El autor es abogado y presidente del bloque de la UCR en la Cámara de Diputados