Las ferias barriales: un fenómeno que reverdece ante la crisis
Los vecinos se agolpan en estos mercados improvisados que mitigan los efectos de la escalada inflacionaria y funcionan como un sostén comunitario frente a la crisis
Hace dos años que Marcela Fallesen ocupa la mañana de sus sábados en la feria San Ignacio, en el partido de Esteban Echeverría. Su marido la lleva en el auto y ella se acomoda casi en los límites de la plaza donde instala su puesto con ropa y un montón de botellas de plástico con fluidos de colores y espesuras muy diversas. Al lado de un recipiente con un líquido viscoso, de un azul eléctrico, sobre su mesa se observa otro más ligero, color rosa chicle.
“Antes no se podía caminar acá. Venía mucha más gente. Pero también hoy hay muchas más ferias. Por donde busques, encontrás una”, señala. Fallesen vende un amplio espectro de productos de limpieza. Jabón líquido, suavizante, detergente, quita sarro, desengrasante, “veneno” para los mosquitos. Todo hecho en casa. “Compro los químicos y armo el producto que envaso en botellas de uno o dos litros”, explica justo antes de vender cinco litros de lavandina a $1300.
San Ignacio es una de las tres ferias que los días sábado, y en un muy acotado radio, funcionan dentro del barrio El Jagüel. Cada una de ellas guarda sus propias notas, pero todas comparten el trasfondo: las vecinas, empujadas por la escalada inflacionaria, se agolpan en las plazas para vender o intercambiar todo lo que les sobra o todo aquello que puede llegar a convertirse en objeto de interés. Son, también, una red de sostén barrial, donde el peso de la crisis se reparte.
“Herramientas, plantas, lo que tengas”, comparte Élida, desde un puesto en el corazón de la plaza. Hace más de 25 años que inauguró la feria. “Pasamos por todos los gobiernos y las crisis. Hubo de todo, trueque, bonos, plata”, recuerda. Hace pocos meses montó una parrilla “al paso” en su casa que hace funcionar todos los días de la semana. Su marido, un expolicía de la federal, hace los deliveries en moto. “Se vende, pero no hay plata que alcance”, sostiene.
“¿Qué pasó Sonia? vino muy tarde hoy”, le suelta a su ladera, quien, al ritmo que le permite su hombro maltrecho, extiende una manta en la que coloca un juego de cartas españolas, desodorantes varios e hisopos. “Siempre vengo a esta hora”, retruca Sonia por lo bajo.
A pocos kilómetros, del otro lado de la avenida Eduardo Rocha, funciona la feria 33, que toma su nombre del número asignado a la escuela Tomás Espora. Tiene apenas un puñado de años, pero es la que muestra mayor dinamismo. Está poblada de mantas y mesas improvisadas que exhiben una muy abigarrada muestra de artículos; y atravesada por sogas de las que cuelgan ropas de todas las trazas y estaciones.
“Todo lo que encontrás que no estás usando, lo traés”, señala Marcela Fernández mientras charla con otros puesteros de la feria que se monta varios días a la semana sobre la plaza Alfonsina Storni. Fernández vende aceite, fideos, arroz y todo lo que sus dos hijas ya no usen. “Me voy a los mayoristas y compro solo ofertas”, apunta. Tiene la Zafira en el taller mecánico, por lo que este sábado debió tomar un remís y llevar a la plaza solo un bolsito con un poco de ropa. Pero acostumbra a desplegar un gran toldo naranja bajo el cual pasa entre cuatro y cinco horas, todos los fines de semana. “Buscamos sombra y precios”, dice risueña. Este sábado vendió una mochila –una “footy”, enfatiza- por 6000 mil pesos y salvó el remís y la jornada.
“Marcela, llegaron los papeles”, anuncia una voz por el altoparlante. Mirta Galeano, una de las organizadoras de la feria 33, le da aviso a Marcela del arribo de otro feriante con el que había pactado previamente la compra de papel higiénico. Luego, Galeano canta las ofertas del día y, a modo de edicto, explica algunas reglas de convivencia. “Pedimos respeto –dice, micrófono en mano-. Para todos los que son nuevos, siempre hay que preguntar antes de poner la manta y no hay que venir diciendo que la plaza es pública. Minga que es pública. Es pública cuando nosotros no estamos. Cuando nosotros estamos se respetan los lugares”, sugiere.
“Es que está viniendo mucha gente de otros barrios”, traduce Fernández. “De Burzaco, de Catán. Cada vez son más”, apunta, en alusión a los feriantes. Galeano, que monitorea todos los movimientos desde el centro de la feria, ensaya un sumario de los productos que se ven en el último tiempo. “Licuadoras, sartenes, ollas, platos. La gente vende o cambia las cosas de uso cotidiano. De noviembre acá, la gente está vendiendo las cosas de su casa para comer”, sintetiza.
“Más bajo no se consigue”, acota una compañera de Fernández, en alusión a los precios de la feria 33. Es que los productos con cifras que se acercan a la de los locales a la calle, no se venden. “Cuando vemos que alguien está pidiendo mucho, le pedimos que lo baje”, apunta Galeano. Asegura que el 90% de los feriantes la odia, pero que todos le piden ayuda. “Estamos todos en la misma acá. Buscamos hacer el mango, y no nos queremos matar entre nosotros”, comparte Fernández, que agrega: “Algunos compran para volver a vender. Esto es una rueda”.
La partida de su marido, a fines de noviembre, recortó sustancialmente los ingresos en la familia. Su “compañero de vida” era, además, el titular de la asignación universal de sus hijas. Cree que recién en marzo podrá hacer pie, cuando termine con el trámite que le permitirá recuperar esos ingresos, pero en el entretanto, asegura, está buscando sobrevivir.
Galeano, atenta a todo lo que ocurre en la feria, compartió la noticia en el grupo de whatapps que administra junto con el alias de la cuenta de Fernández; “la señora del toldo naranja”, aclaró en el mensaje. “Que te ayude gente que no te conoce, te pega mucho”, relata Fernández con la voz agrietada y todavía sorprendida por la cantidad de transferencias recibidas. “Cuando llovía y no podíamos venir -con su marido- nos amargábamos”, recuerda. “No solo por la plata, sino por esto”, dice, tratando de abarcar la feria con su mano.
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