Se mudó de la Argentina al Uruguay y empezó de nuevo. Los viajes y su contacto con reconocidos paisajistas le revelaron la esencia de los pastizales, y hoy diseña en busca del equilibrio y la conservación.
Las historias no siempre comienzan por el principio. En 2002, Amalia Robredo dejó la Argentina y se mudó junto a su familia al Uruguay. Apoyaron las valijas en una chacra de 5 ha, donde las vacas se lo habían comido todo. Para ese entonces, Amalia había estudiado media carrera de Biología y era Técnica en Paisajismo. “Estaba muy influenciada por las Barzi-Casares [fundadoras de Pampa Infinita, un espacio semillero de destacados paisajistas]”, recuerda hoy. “Josefina Casares tuvo esa idea pionera de dejar crecer espontáneamente las chircas. Eso me marcó mucho y mi trabajo final fue de especies nativas”. Pero su llegada al país vecino no fue fácil. Se encontró con vientos salinos, suelos diferentes -de un lado piedra, del otro arena- y viveros con plantas limitadas, que además ante la exposición marina no funcionaban. “Empecé a hacer jardines pero lo que había eran hortensias, acacias, tamarix, agapantos y, si eras muy osada, lavandas.” Pero al mismo tiempo, en el campo, ya sin vacas, tenía 5 ha que explotaban de flores silvestres. Fue un periodo de contemplación y aprendizaje. Al cabo de tres años, los floreros empezaron a vaciarse. “En mi chacra ya no crecían tantas flores y estaba preocupada”. La bisagra fue un viaje organizado por la revista Gardens Illustrated, que llegó en el momento justo. Los destinos fueron Alemania y Holanda, y su guía fue Noël Kingsbury, a quien hoy reconoce como su mentor.
-¿Cuál fue la primera parada del viaje?
-El famoso centro de investigación Hermannshof Garden, dirigido por 25 años por Cassian Schmidt. Lo que me impactó fue que Schmidt ordenaba sus canteros según sus características de supervivencia y hablaba de sucesión ecológica. Todo lo que yo había estudiado en Biología cobró sentido. [ndr: a ese viaje de revelación Amalia fue embarazada de su segunda hija, a quien llamó Casiana.] También conocí a Piet Oudolf, y en su mítico barn pude hablar de mi trabajo y mostrar mis nativas. Fue un momento increíble. Él nos decía que no le preguntemos especies de plantas, porque cada lugar es diferente, lo importante era entender la arquitectura de las plantas, cómo encastraban unas con otras para crear una comunidad.
-¿Qué sería una comunidad?
-Plantas que tienen los mismos requerimientos y conviven. Una gramínea entrelazada con una planta de forma redondeada y un rastrero cubresuelo. Un diseño que se corrija pero que sea estable. No es una colección, es decir, una disposición donde hay un jazmín que necesita sulfato y al lado la azalea que necesita vinagre y la hortensia que le pongo algo para que sea azul: cada planta con su trabajito y en el medio chips para que no se mezclen.
-¿Qué más te enseñaron los viajes?
-Seguí viajando todos los años con Noel y conocí a Nigel Dunnet en la University de Shefield, que me mostró los techos y cómo hacer una investigación científica aplicable. Neil Diboll, que es pionero en la pradera norteamericana, me enseñó sus técnicas para germinar semillas y romper la dormancia. Otro gran aporte fue el de Roy Diblik, con quien descubrí el plant-hunting.
-¿Cómo se relaciona con la biodiversidad?
-Por ejemplo, en un jardín húmedo uso especies del humedal uruguayo. Paja estrellada o el Erigum elegans, que sostiene y alberga hasta 70 insectos. Cuando hay muchos insectos que se comen unos a otros, se logran dos cosas: equilibrio y conservación. También diseño jardines sobre el mar en espacios muy frágiles que fueron dañados, donde incorporo especies en vías de extinción que así se preservan.
-¿Cómo definirías al naturalismo?
-El naturalismo evoca la naturaleza, tiene presente la ecología en el momento de diseñar, busca la sustentabilidad, todo dentro de un marco estético.
También me importa mucho el ‘paisajismo sonoro’. El ruido de los pájaros, las ranas, el agua. Todo eso se diseña y es algo que recupera el estado natural del pastizal.
Identidad local
Además de paisajista, Amalia es docente. Actualmente dicta clases en la ORT de Montevideo. Y también es investigadora: en 2009 ganó una beca del Proyecto de Producción Responsable del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca del Uruguay, financiada por el Banco Mundial. Trabajó durante 6 años junto con el técnico ornitólogo Eduardo Arballo, hasta lograr la reproducción de 37 especies nativas y publicaron la guía de campo herbáceas, gramíneas y aves asociadas de la costa atlántica de Maldonado. Gracias a este trabajo fue convocada por la Arq. Paisajista Mariana Siqueira para estudiar y revalorizar las especies de la sabana en el Cerrado Brasilero (se está por editar un documental con ese trabajo: Jardim Piloto). Fue invitada a dar una conferencia en el prestigioso evento L Maestri del Paesaggio en Beragamo, Italia, en 2024, anuncio que coincide con la publicación de su tercer libro “Naturaleza y paisajismo”, donde difunde sus conocimientos y proyectos. Es un libro bello, pero también académico, y refleja su compromiso con la recolección y uso de nativas. “La investigación fue una necesidad. Yo no había pensado ser plant-hunter, pero un día me di cuenta de que lo era”, reflexiona hoy.
-¿Qué le aporta el plant-hunting a tu trabajo?
-Es estudiar las plantas y sus comportamientos para aplicarlos a mis trabajos. Por ejemplo, tengo que hacer un techo verde sobre el mar y en el vivero no hay nada, porque es un concepto nuevo. Entonces pienso qué ecosistema es paralelo a esta situación, con poca profundidad, resistencia al viento y la desecación. ¡Los acantilados! Así que voy ahí y me fijo en los bolsillos donde crecen plantas. Observo todo: si le pega al norte, al sur, si está sotavento o barlovento, cuánta agua recibe. Tenés que ponerte anteojos especiales para mirar. Porque si el acantilado está inclinado y en ese bolsillito se deposita el agua, en realidad llovieron 3mm pero ese sitio recibió 10mm. Así que cuando aplico esto a un techo, tengo que poner más riego, porque no va a alcanzar con la lluvia. Después, para el jardín de esa misma casa puedo buscar en el matorral espinoso samófilo una vegetación originaria de las dunas. Me interesa buscar la identidad de cada lugar. Pero todo esto funciona si un viverista te lo produce.
-¿Y cómo lográs que un viverista produzca?
-La difusión es clave. Cuando empiezan a verse tus trabajos, el que se hacía una casa en Punta del Este ya no quería llenarlo de hortensias, porque veía que había otras cosas. Hoy, son varios viveristas los que producen alrededor de unas 50 especies nativas.
-¿Qué te piden los clientes?
-Si alguien me llama le gusta lo que hago, y para mí es clave entender sus necesidades. Pero no convenzo a nadie de poner nada. Podés tener un jardín de nativas y que sea feo. La belleza se logra con organización, diseño y coherencia. Cuando me dicen “quiero un jardín de poco mantenimiento, con pastito”, yo les explico que es lo más caro. Necesitás jardinero todas las semanas, regar mucho para que crezca y después cortar, poner un herbicida selectivo para no pincharte y un fertilizante porque lo cortaste tanto… Obviamente, si hay un deseo de pisar pasto o un espacio para fútbol, pongo pasto, pero con un objetivo. Por ejemplo, en la entrada de una casa no tiene sentido. Las gramíneas, en cambio, acompañan las estaciones y requieren menos mantenimiento.
-¿Es un mito que el jardín naturalista requiere menor cuidado?
- Todo depende. La pradera es un ecosistema (para nosotros en Uruguay es pastizal, porque tiene mayor proporción de gramíneas que de herbáceas). La pradera es muy dinámica. Es distinto que un cantero que vos podés usar gramíneas y herbáceas, no es una pradera, es un cantero. Después al cantero, sea estable o no, lo tenés que mantener. Pero el mantenimiento es parejo, y nunca tenemos el suelo desnudo, siempre sucede algo. Hay que entender el suelo y el agua, yo hablo de “rango de tolerancia”. Uso herbáceas nativas y también algunas exóticas, porque me hacen un buen complemento.
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IG: @estudioamaliarobredo