El local de Liliana Laferrere, ubicado en el kilómetro 179 de la Autovía 2, a mitad de camino entre la ciudad y Mar del Plata, vende esos frutos y sus derivados, pero también otros productos orgánicos; un emprendimiento que cada vez es más visitado
CASTELLI.– La primera tanda que cosechó la llevó a un acopiador que le pagaba poco y nada. Por eso, probó con carteles en la ruta, a menos de 1000 metros de la chacra. “Arándanos frescos”, decía y marcaba con una flecha para orientar el sendero. “Volví, me bajé de mi auto y en la tranquera ya tenía tres familias esperando para comprar. Fue la señal”, cuenta Liliana Laferrere, que sin querer encontró un camino de comercialización directa de su producción y dio el primer paso hacia la posterior apertura de una de las nuevas y atractivas escalas que la Autovía 2 propone a los viajeros.
Así nació “Finca de Arándanos”, que a la altura del kilómetro 179, a la vera de la mano que lleva hacia Mar del Plata, se convirtió en uno de los remansos para automovilistas que a mitad de recorrido buscan estirar las piernas, un refrigerio y, por qué no, comprar algún alimento para el último tramo o un original souvenir de viaje.
“Me dedicaba a criar chicos”, cuenta a LA NACION sobre este cambio de vida inesperado que le llegó una vez que se separó. Creció en esta zona, pero a los 18 años se fue a Mar del Plata, donde se casó y formó una familia, y cuando ese proyecto tropezó, eligió volver a las raíces desde lo geográfico, pero sin tener claro cuál iba a ser su medio de vida.
Tenía un dinero para invertir y por sobre todo, aclara, buscaba que tuviera “un techo”, como recuerda de las mínimas condiciones que pretendía para instalarse. Hasta que apareció ese aviso en el que se ofrecía una “Quinta con arándanos”. La tentó, la visitó y la señó.
Desde entonces, hace ya 17 años, se dedicó a potenciar esas dos hectáreas con esas plantas ya crecidas en tierras donde toda semilla que cae deriva, en poco tiempo más, en un brote verde y un posterior fruto.
Por eso, hoy la caminata por el predio es entre limoneros, naranjos, hileras de 17 variedades de tomates, zucchinis, repollos, zapallos enormes, verduras de hoja y decenas de otras variedades que, desde el concepto de huerta orgánica, cada día van a parar a la góndola de “Finca de Arándanos”.
El local
El local que hoy dispone lo tenía una amiga bióloga, con verduras. Se enteró de que ella lo dejaba y vio ahí una oportunidad. Lo pintó llamativo y se aseguró que no pase inadvertido para quienes transitan por allí. El lugar asomó desde 2011 como una vidriera y atención al cliente directa de los que a unos cientos de metros se siembra, se ve crecer y se cosecha.
Laferrere destaca que a cada opción que apareció le intentó encontrar una oportunidad de superación. Para conservar las cosechas tuvo que invertir en una cámara frigorífica, que consiguió luego de una difícil búsqueda en el puerto de Buenos Aires. “Abrí la mano, esto se come así”, dice y saca un puñado de arándanos fríos recomienda ingerirlos de un solo movimiento en la boca. El resultado es un sabor y sensación espectacular.
Así apareció lo que ella llama “la unidad” que tiene no solo la producción, sino la elaboración. Se ve en una olla la preparación de jugo de arándanos. Y sobre la mesa, decenas de frascos con mermelada de esta fruta. Hay otras de zarzamora, frambuesa y hasta de limón. “Hacemos dulce de lo que sea”, afirma con arte de alquimista. Hasta hace vinagre de arándanos. “Salió de pura suerte, como todo lo que hago”, confiesa.
Entonces, lo que no se vende directo, se congela y se procesa. “Así tenemos materia prima todo el año”, explica sobre lo que ofrece de enero a diciembre en ese local de tono entre rosado y morado, a medida de su producto principal.
Se enorgullece de lo logrado a partir de esta aventura inesperada y personal. “Nada cura más que la tierra”, afirma y celebra los excelentes resultados que encuentra en un ámbito rico de nutrientes y fértil como pocos. “Siembro hasta esponja vegetal o mate, y crece”, explicó.
Por eso, busca transmitir su experiencia tanto como puede porque considera que “hay que contagiar a la gente las ganas de hacer cosas”. Su pasión al contar tiene ese espíritu.
Variedades
En el local tiene una góndola con verdura y frutas frescas, que renueva día a día, obligada por la buena marcha de las ventas. “Se llevan para comer en el viaje o para tener en casa, a donde van de paseo o de regreso a casa”, dice.
En las heladeras aparecen las variedades de jugos frutales, todos puros y caseros. Al lado, están los estantes con toda la gama de mermeladas y un poquito más allá, los plantines que también retira de su quinta y cualquiera se puede llevar en macetas: romero, ciboulette, menta, orégano…. Hay de todo allí.
El lugar no es grande, pero sí muy amigable y acogedor. Hay espacio para tomar café y, como dice Laferrere, sillones para descansar. “Hasta una siesta se pueden hacer si quieren”, indica sobre esa suerte de living con vista al verde pleno de los fondos de esta casilla.
Sobre los lados también generó espacios de convivencia. Con un techo sencillo y una silla y una mesa disponible, se pueden utilizar como paradas para tomar mate. De paso, visitar un pequeño invernadero que acompaña al local.
Laferrere destaca que tiene allí una ubicación privilegiada en ese casi mitad de recorrido entre Buenos Aires y Mar del Plata. Una oferta de sabores variada y exquisita. Y un espacio físico cómodo y cálido. “No será Atalaya”, dice, pero lo siente y quiere como “un lugar con espíritu de encuentro”.
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