A siete kilómetros de la entrada a Dolores, sobre la ruta 63, está el almacén de ramos generales Sol de Mayo y, a su lado, el restaurante homónimo
La bajada a Dolores es muy esperada por los turistas que circulan por la autovía 2. Significa que el mar está cada vez más cerca. Hasta llegar a la ruta 11 interbalnearia es necesario cruzar la 63 hasta la rotonda de la Esquina de Crotto, donde una vieja pulpería abandonada se ancla a un tiempo que ya no existe, son 30 kilómetros de una huella donde se ven parrillas y puestos ruteros de venta de regionales. Rodeada de una isla de árboles centenarios, a siete kilómetros de la entrada a Dolores, escondido detrás de un salón comedor está el almacén de ramos generales “Sol de Mayo”, de 1888. Punto de encuentro de viajeros y gauchos que se acercan a buscar algo de calma.
“La ruta ya no es lo que era, pero este lugar sigue teniendo encanto”, dice Santos Quinteros, de 85 años. Este viejo boliche es, antes que nada, una historia de amor. Propia de novelas románticas históricas, pero esta es real y sigue escribiéndose. “Veníamos al almacén de niños”, recuerda Olinda Moreni, de 80.
Siempre fueron vecinos, y el viejo boliche siempre estuvo. “Mi padre me trajo cuando tenía 6 años, tomábamos gaseosa Blitz, pero nos teníamos que quedar afuera”, asegura Santos.
El interior era solo reservado para varones y adultos, mientras el almacenero preparaba el pedido, dedicaban el tiempo para tomar alguna copa de vino carlón y pasarse chismes. “Las mujeres tenían que quedarse en los carros, el hombre hacía las compras”, recuerda Olinda. Sus miradas, no tardaron en cruzarse. En la soledad gentil del campo, la visita al almacén era de las pocas ocasiones en donde los muchachos podían verse.
Ambos vivían en el paraje Los Montes del Tordillo, a pocos kilómetros de Sol de Mayo. “Venía a visitarme a caballo los domingos”, recuerda Olinda. “También los feriados”, completa Santos, a su lado.
Esos días eran los permitidos. Luego, cuando las familias iban al pueblo, Dolores, se veían en la plaza, con sus mejores prendas. Los hombres pasaban caminando, y las mujeres, sentadas, los miraban. “Te guiñaban el ojo y esa era una señal”, recuerda Olinda.
Las estrategias de Santos fueron efectivas. En 1959 se pusieron de novio, ella tenía 16 y él 21, estuvieron siete años en esta condición hasta 1967, cuando se casaron. Ese mismo año nació Miguel, su primer hijo. Nacieron dos más, Carolina y Alfonsina.
La familia de Santos tenía un campo de 1000 hectáreas y 4000 ovejas. Con algo de esa venta, la pareja compró el almacén que conocieron de niños y se fueron a vivir allí. Hace 56 años que están juntos, se entienden con la mirada, pueden prescindir de las palabras. El amor produce una evolución cognitiva.
En el tiempo que compraron, el almacén tenía mucho movimiento; la ruta 63, de tierra, era el camino real a la costa, una despojada de turismo y con gran parte de los actuales balnearios sin fundarse. “Había 20 empleados, hasta matadero tenía el almacén”, afirma Santos.
“Yo no quería saber nada con dejar la paz del campo”, reprocha Olinda. Venir al almacén era hacerlo a un lugar en donde el trabajo era de día completa y el bullicio constante. “Cosas de la vida: ahora ella es la que más quiere el almacén”, confiesa Santos.
Pocos ven el almacén, porque quedó detrás de la parrilla “Sol de Mayo”, que atiende Miguel, el hijo mayor del matrimonio y que se ha convertido en una de las paradas más visitadas por los viajeros que aspiran a comer algo al lado de la ruta pero sin dejar de lado la calidad. Los costillares comienzan a asarse con las primeras luces del día: al mediodía la carne es un manjar. Cuando encuentran el almacén es un viaje en el tiempo. “Nos cuentan sus historias y se alegran tanto de poder disfrutar del aire libre”, dice Olinda.
El almacén es una reserva de silencios y ceremonias que no han cedido al avance de la modernidad. “Acá todavía se sigue tomando el aperitivo, la vida es muy tranquila”, afirma Santos.
En las estanterías se ven botellas de marcas que han desaparecido en el artilugio desalmado de los años, algunas en cambio son legendarias y ante la mirada de los curiosos logran hacer retroceder el tiempo a los años de la infancia o la juventud. El almacén, con su reja, es un museo de un pasado que se niega a morir. Hormas de queso, pecheras de salamines, mermeladas y conservas, todo de elaboración propia. Una virgen descansa al lado de canastas de cebollas, tomates y calabazas.
Pastas amasadas, carnes al asador
“No recuerdo cuándo compré un paquete de fideos”, afirma Olinda. Sus pastas amasadas comenzaron a atraer a los turistas. A un costado del almacén, construyeron un comedor que se convirtió en un espacio de culto. Locros, guisos, salsas caseras con tuco, hechas con tomate de la huerta y carnes al asador. “Las morcillas y los chorizos, los hacemos nosotros”, apunta Santos.
“El comedor le dio vida al almacén, lo sostuvo”, afirma Miguel. Hoy, es la parrilla venerada con dos monumentos gastronómicos que hechizan: el flan con leche recién ordeñada, con doce huevos y horneado en horno de barro y el postre Argentino, una versión de la torta Rogel con una masa más esponjosa.
Sol de Mayo era un paraje donde vivían un centenar de personas, todas familias quinteras, pioneras. Fueron siempre tierras llaneras hacia el sur de la Bahía de Samborombón. En épocas de lluvia y en sudestadas extraordinarias, el agua penetraba hacia los campos volviendo inaccesible la zona. “Había una galera que llevaba correspondencia y pasajeros de Dolores a Lavalle”, recuerda Olinda. “Ir a la costa dependía del clima, si llovía, las galeras se encajaban”, agrega.
Desde aquí se abastecía de carne, leche, verduras y frutas a Mar del Plata. De todo eso, solo quedan la remembranza y las taperas al costado del camino. “Somos los últimos de toda esa época”, se resigna Olinda.
La costa atlántica nacía como destino nacional. Los viernes llegaban contingentes de albañiles que aprovechaban el cese de actividades laborales en Buenos Aires para ir trabajar todo el fin de semana a La Feliz, para construir chalets y departamentos. “Gente trabajadora como esa, no vi más”, afirma Santos.
Para atender la demanda, había que darles de comer para que pudieran seguir viaje. “Carneábamos un vaca de 300 kilos”, sostiene Santos. “Comían, se iban, trabajaban y volvían el domingo”, completa. Así no solo se hicieron las casas Mar del Plata, sino de gran parte de los balnearios que hoy son destinos consolidados.
La Esquina de Crotto es un punto de referencia para todos los nacidos aquí. Esa pulpería de fines de siglo XIX fue el primer bastión de civilización en este territorio baldío. Rústica y gaucha, era parada obligada. Hoy su esqueleto, aún pulcro y perenne, se puede ver en la rotonda donde se unen las rutas 63 y 11. Su nombre se debe a un personaje que frecuentó estas soledades: el croto.
“Sol de Mayo era una parada para ellos”, recuerda Santos. Vagaban por los caminos cargando una vida solitaria, díscolos e indomables hombres que se manejaban seguidos por una libertad absoluta, aparecían en el almacén. “Les dábamos de comer”, agrega Santos.
Este nombre refiere al gobernador bonaerense José Emilio Crotto, quien tenía campos en la zona y fue el impulsor de una legislación que permitía a los “crotos” viajar gratis por los trenes del país. Eso hacían, ellos sabían las épocas de cosechas de cereales y productos regionales y algunos seguían las vías hasta llegar a estos lugares, otros sencillamente viajaban sin rumbo.
Sol de Mayo es una parada rutera con dos portales, uno hacia un menú de carnes de gran calidad, con mesas al aire libre y un salón cubierto donde docenas de familias se sientan ilusionadas porque comienzan sus vacaciones o las que regresan con anécdotas y las energías recargadas. El otro portal es el mostrador del almacén, territorio de Olinda y Santos, una historia de amor que hace 56 años sigue viva a un costado de una de las rutas más transitadas del país.
“Volvería a elegir este lugar, somos felices”, ratifica Olinda, mirando a Santos, su compañero de toda la vida, sentado a su lado. ¿Cuál es el secreto? “Vivir lo más feliz que se pueda, y respetar”, concluye.
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