Antes de armar las valijas
De Atila, rey de los hunos, se decía que por donde pasaba su caballo no volvía a crecer el pasto. Si el estudio que mañana presenta el Instituto Worldwatch está en lo cierto, tal vez podrá emplearse una imagen similar para referirse a las multitudes que -mal o bien- están preparando las valijas para salir de vacaciones.
Sí. Al parecer, más allá de que genera divisas (hay países para los que representa la segunda fuente de ingreso) y de que da empleo a cientos de millones de personas, el turismo descontrolado ejerce una presión casi insostenible sobre la naturaleza.
Basta con pensar en las hileras de pasajeros ansiosos que se agolpan en los aeropuertos de todo el mundo para acercarse al mar, ascender a las montañas o inclinarse sobre las cataratas, para comprender que las consecuencias del turismo no son para nada desdeñables. Se estima que en el último medio siglo el número de arribos turísticos internacionales se multiplicó 28 veces (alrededor de 698 millones) y, por si esto fuera poco, se espera que esta cifra se duplique en los próximos veinte años.
El problema es que, como inconscientes émulos de Marco Polo, los viajantes actuales intentan reproducir -o acrecentar- sus estilos de consumo en el lugar de destino. Y así es como se produce un descalabro total.
Miles de jets surcan el cielo contaminando la atmósfera y contribuyendo al cambio climático global con sus emisiones de gases de efecto invernadero. Cada año, alrededor de 5000 hectáreas de la superficie de la Tierra se ocupan en campos de golf, que pueden llegar a consumir hasta 2,3 millones de litros de agua diarios. Los cruceros del mundo descargan alrededor de 90.000 toneladas de basura y deshechos en los océanos... ¡por día! Y hasta el Mar Muerto, utilizado como abastecimiento de hoteles de la zona, podría desaparecer para 2050 si se sigue el ritmo actual de explotación.
El turismo -cómo negarlo- es una de las actividades más placenteras de la vida. Pero todo indica que habrá que administrar los recursos.
Ya lo dice el antiguo refrán: "El que guarda siempre tiene". Una frase que, en la Argentina de hoy, suena a cruel ironía.