
Rumiando mimos
La nena de anteojos se colgaba de mi cuello para ver mejor las ilustraciones del cuento. "¡Miraaá. Mirá la cara que pone el doctor!", gritaba, y así se distraía por un rato del dolor de panza con el que había despertado esa mañana.
En la posta 10, nos había tocado en suerte un bello libro de Pez y Roberto Cubillas: Buenas noches ¡Mimosaurio! Nuestra misión era leer, y nada más que leer, junto con los chicos y sus maestros la "verdadera historia del Mimosaurio, el dinosaurio afectuoso que asoló la Tierra hace millones de años", según rezaba el primer párrafo de la historia de este feroz animal que "no atacaba a sus presas con dientes y uñas sino con besos, caricias y mimos, lo que lo convirtió en el depredador más tierno del período Jurásico".
A primera vista, parecía difícil de conseguir la atención de los chicos en el corazón del zoológico, con atracciones latiendo por doquier. De hecho, en nuestra posta, había que "ganarle" al elefante, que caminaba muy tranquilo detrás de nosotros, desplegando su enormidad frente al pequeño grupo de lectores de un libro que medía apenas 20 centímetros de ancho.
Sin embargo, todos escuchaban, opinaban, aportaban ideas sobre el origen del extraño jurásico, compartían con los otros la historia escrita, y se enorgullecían de las acotaciones inventadas.
El doctor del dibujo de Pez, que llamaba la atención de la nena de anteojos, era el personaje encargado de atender en un hospital a nuevos amigos -otrora enemigos- fascinados porque habían descubierto la alegría de abrazarse, una actitud preocupante que ponía en práctica la gente luego de mantener contacto con el cariñoso Mimosauro.
Alguien dijo, comiéndose un turrón, mientras los chicos de otro colegio pasaban por delante camino de disfrutar las historias de otras postas: "¿Podemos ir a ver al rinoceronte?" "Después", claro, lo convencieron los grandes.
De todos modos, el animal entró en la conversación. Un nene imaginó que el rinoceronte no era mimoso, sino llorón. Y que hacía pucheros pidiendo que algún dentista se animara a arreglarle sus grandes dientes, de esmalte escaso. Otra nena le dijo que eso era imposible, que entendiera que aquél no era trabajo para odontólogos sino para pintores de paredes ("Son demasiado gigantes esos dientes como para andar poniendo esmalte con un pincelito", explicó).
La Maratón Nacional de Lectura duró una corta mañana en la que 1000 chicos, de los tantos que ya la disfrutaron y la disfrutarán, dieron un paseo por el universo de los libros. Maratón sin carreras ni corridas, con gente menuda andando por ahí, sin rastros de émulos de Filípides llegando a alguna meta para anunciar una victoria de guerra sobre el bando enemigo.
Como en la niñez, de vuelta a casa, caminé rumiando frente a la jaula de los monos de cola roja, con ganas de preguntar: ¿Ya terminó? ¿No podemos quedarnos un ratito más? Había sido una mañana de puro placer. La fórmula, sencillísima: chicos y grandes rodeados de libros, esos "mimosaurios" que nunca se extinguen, para felicidad de todos.
3 millones
de niños fueron los que disfrutaron de la magia y el amor por los libros
12.427
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