Un día en el corazón de Fuerte Apache
La Fundación Franciscana trabaja en este barrio -de 26 manzanas y 50 mil habitantes - con familias en situación de pobreza para reconstruir los lazos sociales y fomentar espacios de reflexión comunitaria
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Es un jueves de febrero y en Buenos Aires hace un calor bochornoso: a las 11, el sol castiga a latigazos. Un vecino de Ciudadela a quien se le pide indicación de cómo llegar a Avenida Militar, abre los ojos como platos y advierte por si acaso: "Cuidado ma, allá está el Fuerte". Si a alguien se le pregunta por Fuerte Apache, posiblemente piense en dos cosas: Carlos Tevez (el crack nació y se crió allí) e inseguridad.
Sin embargo, son muchos los que no conocen dónde está y, menos aún, cómo es la vida para cerca de las 50 mil personas que lo habitan. En Ciudadela, partido de Tres de Febrero, al noroeste de la Capital y a pocas cuadras de esa avenida-frontera que es la General Paz, el barrio que en los catastros oficiales aparece como Ejército de los Andes ocupa unas 26 manzanas. Formado por "nudos" - cada uno está integrado por tres torres de diez pisos y "tiras" de tres -, monoblocks y la Villa Matienzo, es casi una ciudad. Con escuelas, jardines de infantes, comercios, una comisaría, plazas y "potreros" por doquier, el barrio está, como cualquier otro, embebido de sonidos, olores, códigos, una historia e identidad propias.
En la puerta de entrada de Avenida Militar 3270, se oye la risa de un grupo de chicos y un inconfundible chapuzón. José Castro Videla aparece detrás de la reja con unas bombachas de campo tan criollas como sus alpargatas. Sonriente, invita a pasar: "Bienvenida a la Casa del Niño". A sus 25 años, es el coordinador de proyectos de la sede que la Fundación Franciscana tiene en Ejército de los Andes. Luego de atravesar el patio interno (donde unos nenes juegan en una pileta) que une la capilla Santa Clara con el resto de las instalaciones; explica: "Tenemos una misión muy fuerte, que es la de trabajar con y para las familias en situación de pobreza que desean salir adelante, ser protagonistas y transformadoras de su realidad". Tras el primer mate, agrega: "Buscamos pasar del asistencialismo a la promoción de la persona: que reconozca y desarrolle sus oportunidades, virtudes y capacidad de superación". La Fundación Franciscana nació en 2006, en la Casa de Jóvenes que la Orden Franciscana Argentina tiene en Lomas de Mariló, Moreno. Fieles a la espiritualidad de San Francisco, "el pobre de Asís", un grupo de jóvenes profesionales se propuso salir al encuentro del más vulnerable, trabajando codo a codo con la comunidad en un proyecto integral y a largo plazo. Conscientes de que "tapar los baches" de las necesidades inmediatas es imprescindible pero jamás suficiente, su objetivo es que las familias en situación de pobreza puedan desarrollar sus capacidades y generar un cambio sustancial en su realidad. Con un equipo de profesionales rentados y voluntarios que actúan interdisciplinariamente en las áreas de trabajo, educación, salud, vivienda, arte, justicia y vínculos familiares, recibe en Lomas de Mariló a más de 100 familias por semana, mientras que en Ejército de los Andes se trabaja con otras 70.
En 2013 la Fundación, a pedido de la orden franciscana, asumió la gestión de Casa del Niño, pero su historia comenzó hace más de 20 años como iniciativa de los vecinos y frailes, "buscando dar respuesta a los padres que no tenían con quién dejar a sus hijos cuando iban a trabajar", cuenta José.
Trabajo "uno a uno"
Para Castro Videla, la marca distintiva de la organización es el trabajo "uno a uno": el seguimiento personalizado de cada familia. "Seguimos el estilo de Jesús y Francisco de salir al encuentro con el otro. Es una relación fraternal, trabajamos de igual a igual. No luchamos contra la pobreza en abstracto, sino contra la situación de pobreza de la familia González o Pérez". Se cuenta, entre otros, con los proyectos
Construyendo la Vida, para jóvenes de entre 16 y 20 años que se reúnen para empezar a soñar su porvenir; talleres de prevención de adicciones; Servicio de Orientación al Aprendizaje para acompañar a chicos que presentan mayores dificultades; Programa de Desarrollo Infantil Casa del Niño, del que participan unos 70 nenes de 2 a 5 y de 6 a 13 años, con estimulación temprana y apoyo escolar; Volver a Empezar con actividades para adultos mayores; y un Programa de Capacitación en Cuidadores Domiciliarios que, organizado junto con el Ministerio de Trabajo bonaerense y el PAMI, representa una salida laboral. "¡Cuidado, no vayan a tirar agua a la casa del vecino!", les advierte Adriana Cabrera a Carolina, Nahuel, Gabriel y Franco; quienes, en traje de baño, se disputan el control de una manguera. Adriana vive en el nudo 1 ("en el que se crió Tevez"), tiene 38 años y trabaja en Casa del Niño como maestra. Sin quitarles los ojos de encima y mientras vuelve a poner en una bolsa las botellitas de plástico que una ráfaga de viento desparramó por el patio, cuenta: "Los chicos juntan los embases que encuentran en sus casas o que les dan los vecinos; los llevamos a vender y ahorramos para irnos de campamento". La idea se le ocurrió el día en que le preguntó a sus alumnos de qué trabajaban sus papás: "Un nene contó que eran cartoneros y sus compañeritos se rieron: dijeron que eso no eran un trabajo", recuerda. "Con este proyecto, su mirada cambió: comenzaron a valorar la labor en equipo, el esfuerzo y sus frutos". José propone una caminata por el barrio. Cuenta que, antes de conocer Ejército de los Andes, tenía una imagen muy distinta: "Vocacionalmente, éste es el lugar donde quiero y elijo estar. Es un barrio con mucho potencial". El barrio comenzó a desarrollarse a fines del gobierno de facto denominado Revolución Argentina, para reubicar a los habitantes de la Villa 31, de Retiro; y, luego, de otros asentamientos.
Los primeros vecinos se instalaron en 1973, y comenzaron a llamarlo barrio Padre Carlos Mugica (en homenaje al sacerdote asesinado el 11 mayo de 1974). "Recuerdan cómo llegaron trasladados con sus familias y pertenencias en camiones del ejército. Para muchos, si bien significó tener su primer casa, el desarraigo fue muy grande", subraya José. Durante la dictadura de 1976 se oficializó el nombre de Ejército de los Andes. Pero, años después, fue el periodista José de Zer quien, cubriendo
un tiroteo en la zona, lo rebautizó Fuerte Apache. El nombre no tardó en popularizarse convirtiéndose en ícono de inseguridad y en una marca que, como hierro candente, condenaba a sus habitantes. Si bien algunos pibes dicen "soy del Fuerte" para "chapear", la mayoría de los vecinos buscan reivindicar el nombre originario. Para ellos, la denominación Fuerte Apache contribuyó a la estigmatización.
Al recorrerlo, se toma dimensión de su inmensidad.
Los edificios y las "tiras" se conectan por puentes enrejados, que serpentean entre los colosos de hormigón. "La construcción se fue haciendo por etapas. En principio, se pensaron alrededor de 5600 viviendas para albergar entre 20 y 25 mil personas. Sin embargo, fueron creciendo las casas de material y las casillas en espacios públicos; muchas familias subarriendan habitaciones; y, atrás de los nudos 11, 12 y 13, surgió la Villa Matienzo", cuenta José. Señalando un cartel del Instituto de la Vivienda de la Provincia de Buenos Aires donde se lee "No a las construcciones clandestinas", agrega: "Hoy, se calcula que viven cerca de 50 mil personas: hay mucho hacinamiento".
Desde hace unos años y con la presencia de la gendarmería - esa mañana, al menos dos camionetas de "los verdes" recorren las calles de tierra-, los vecinos coinciden en que disminuyó la inseguridad. Sin embargo, los problemas son muchos: la basura es uno de los principales, y los edilicios también son notorios. Dos de los 13 nudos –los número 8 y 9 - fueron demolidos a fines del 2000 por peligro de derrumbe.
Un auto con un cartelito verde con la inscripción "hasta Liniers", se detiene en una esquina. "Es uno de los remises comunitarios: van y vienen de la estación al barrio por cuatro pesos por persona".
Entre las plazas con juegos para chicos se suceden las escuelas, los jardines, un centro de salud y clubes de fútbol. En los espacios entre los edificios, se ven varias Pelopincho, ermitas del Gauchito Gil, San Expedito, o en recuerdo de pibes que murieron en enfrentamientos con la policía, por gatillo fácil, o en luchas entre bandas.
En el Centro Materno Infantil N° 1, José deja unos carteles de la Sedronar: "Trabajamos en conjunto y el año pasado inauguramos un Punto de Encuentro Comunitario que funciona en la capilla Santa Clara y que busca llevar a cabo proyectos y acciones de prevención para los pibes".
Crear lugares de intercambio y reconstruir vínculos entre vecinos, son objetivos centrales de la Fundación: "Cuando llegué a trabajar al barrio, una de las primeras cosas que me dijo una vecina fue: `para vivir acá, vos no tenés que haber visto, escuchado o dicho nada´. Muchas veces, la gente no se vincula por miedo" dice José. "Hoy es fundamental volver a tejer los lazos comunitarios: que el barrio sea protagonista de su organización y transformación. El desafío es contribuir a crear espacios de reflexión y encuentro, para pensar y resolver los problemas comunes". De vuelta en Casa del Niño, desde la cocina llega un olor "a rico" que alerta el estómago: Clotilde y Teresa, las cocineras, terminan de preparar el almuerzo para los nenes. Mientras corta unos tomates para el salpicón de pollo, Clotilde "Cloty" López, de 68 años y una de las más antiguas colaboradoras, recuerda cómo era el barrio cuando llegó, allá por el 74. "Ahora está deteriorado porque no lo cuidan pero era precioso. La entrada de los edificios era de vidrio, cada uno tenía su portero eléctrico", cuenta. Vive en un piso nueve y explica que, si bien antes todas las torres contaban con ascensor, ahora solo unos pocos funcionan con ascensorista y por horarios (de 10 a 14 y de 18 a las 22 hs). Cloty llegó a la Capital desde Salta a los 22 años, casada y con dos hijos, y fue una de las primeras vecinas en mudarse a Ejército de los Andes. "El Gobierno hizo un censo y te daban un departamento según el tamaño de la familia. ¡Fue una cosa tan linda llegar a la casa nueva! Era la primera vez que íbamos a ser propietarios".
A todo corazón
Mientras los chicos ven una película después de comer, Beatriz Alba aprovecha para almorzar. Bety, como le dicen todos, tiene 52 años, es docente y llegó al barrio a los 12, junto a sus padres y cinco hermanos. De adolescente, comenzó a colaborar en la capilla de los franciscanos. Hoy, es la encargada de Casa del Niño y una de las vecinas que participó de su creación. "En los 90 la droga se fue metiendo en el barrio y los padres tenían temor de que sus hijos se quedaran solos cuando iban a trabajar.
Se buscó que tuvieran un lugar donde supieran que estaban cuidados", recuerda.Su gran satisfacción diaria es ver la alegría con que los nenes llegan. "Como su nombre lo indica, este es un sitio para que los chicos sean chicos y no tengan ninguna responsabilidad de adulto". Resalta como, con el paso de los años, la Casa del Niño se fue acomodando a las necesidades de los vecinos. "Cuando uno conoce la comunidad donde vive, ve que hay necesidades no sólo económicas, sino también afectivas y emocionales: la soledad de los que vienen de otros países, miedos, prejuicios. Brindar un espacio donde se pueda orientar un proyecto de vida, es muy importante". Y agrega: "Los que trabajamos acá ponemos todo el corazón".
Volver a empezar
A las 15.30, un grupo de adulos mayores comienza a reunirse. Arrimando una silla, charlan debajo de los ventiladores, al resguardo de "la calor". Tres veces por semana, estos cerca de 30 abuelos participan del grupo Volver a empezar, donde comparten actividades y una merienda. Elsa Doval, misionera de nacimiento y de 89 años, dice: "A veces discutimos, pero al ratito estamos todos amigos".
La partida de bingo es infaltable. Mientras prepara sus cartones y los porotos para marcar los números, Clorinda Vargas, una catamarqueña de 76 años que llegó al barrio hace 41, cuenta que una década atrás y luego de algunos episodios de inseguridad, se fue a vivir a Moreno. "Pero volví, porque no me hallaba allá… No era lo mismo: extrañaba mi barra, los vecinos, los mates compartidos", Se larga la partida y el jujeño Alberto, el único hombre de la tarde, es el "cantor" asignado.
María Rosa Gerez, una de las pocas porteñas de nacimiento, está de suerte. Mientras Alberto canta "19", "53", "2", ella acota: "el pescado", "el barco", "el niño". A los quince minutos, la salteña Socorro ("la Socorrito"), grita: "¡Cartón!", y se queda con los dos pesos del premio. "Me faltó el 46: los tomates", se lamenta María Rosa. Pero no se desanima: son casi las 17 y tienen para rato. "Esto recién empieza", dice con un guiño.



