Un mensaje de paz y esperanza que viajó desde Madagascar
Pedro Opeka, el sacerdote que ayudó a salir de la pobreza a miles de personas en África, recorrió la Unidad 48 de José León Suárez de la mano del equipo de rugby Los Espartanos
En medio de una ovación, con una bufanda roja al cuello y una sonrisa asomando entre su tupida barba blanca, estrechó manos, recibió palmadas de afecto y se prestó a las fotos de las decenas de celulares ansiosos por inmortalizar el momento. Así, carismático y emocionado, irrumpió el viernes el sacerdote Pedro Opeka en la Unidad 48 de José León Suárez.
"El santo de Madagascar" y "el apóstol de la basura" son algunos de los apodos que se ganó este religioso que hace casi medio siglo dejó la Argentina en barco para instalarse en aquella isla de África como misionero, y quien a través de la asociación humanitaria que creó, Akamasoa(que significa "los buenos amigos" en malgache), ayudó a salir a más de medio millón de personas de la pobreza extrema y construyó junto a los más vulnerables, sobre basurales, un conjunto de pueblos ejemplares donde hoy viven 25.000 hombres, mujeres y niños.
En los primeros días de su visita en el país, ya realizó varias actividades: se reunió con el presidente Mauricio Macri, recibió la Mención de Honor Senador Domingo Faustino Sarmiento de parte del Senado y presentó el libro Revelarse con amor, que recoge sus conversaciones con el escritor Pierre Lunel. El objetivo de su paso por la Unidad 48 de la mano de la Fundación Espartanos fue rezar el rosario con los internos y transmitirles un mensaje cargado de esperanza.
Religioso y futbolista
"Cuando entró y miré su cara, fue como ver un ángel: me quedé asombrado", sostuvo el Zurdo, uno de los detenidos que participan del equipo de rugby de Los Espartanos. Él no era el único conmovido: entre los presos se repetían las frases de agradecimiento al cura por su visita. "Olelé, olalá, Opeka es de Esparta, Opeka no se va", fue el cántico que retumbó en las paredes del pasillo del pabellón 8 mientras iba repartiendo abrazos.
Una vez en el patio del penal, tras patear unos pelotazos al arco (además de sacerdote, siempre quiso ser jugador de fútbol), el religioso admitió que siente "dolor y vergüenza" ante la pobreza en la que están sumidos millones de argentinos.
"Es una contradicción que en un país con tanta riqueza la gente tenga hambre y sea pobre, y una vergüenza porque hay muchas personas competentes, con talento. ¿Por qué no lo utilizamos para el bien común? ¿Qué nos lo impide?", se preguntó. Enseguida vino la respuesta: "Ese obstáculo quizá sea una indiferencia que nos invade el corazón y una vanidad que menosprecia al hermano pobre. Yo pienso que esto se puede arreglar, pero con mucho esfuerzo, sacrificio y una convicción personal de todos los que tienen una responsabilidad en la comunidad".
En su encuentro con el presidente Macri, cuenta que le dijo que en la Argentina no debería haber villas. "Es un país lo suficientemente rico como para que cada ciudadano tenga una vivienda digna", subrayó.
Cuando LA NACION le habló de los logros de la exitosa obra que fundó, aclaró con humildad: "No es mi obra: es la obra de Dios. Pero estoy contento de que me haya elegido como instrumento de este trabajo". En cuanto a si el modelo de Akamasoa podría replicarse en la Argentina, explicó: "En cualquier país se puede implementar lo que hemos hecho, porque la base de nuestro trabajo es el respeto a la dignidad de cada ser humano, nunca hacerlos dependientes, sino hacerlos libres y responsables".
Con 70 años y una vitalidad desbordante, el sacerdote recordó que siendo un adolescente la lectura del Evangelio lo marcó a fuego: lo impactó "ese hombre que se llama Jesús, que amaba a los pobres, que decía la verdad, denunciaba las injusticias y daba su vida por sus hermanos".
Ante decenas de internos que lo escuchaban en silencio, Opeka contó que su primera experiencia como misionero fue a los 17 años, en la cordillera neuquina, con los mapuches. Con un poncho y una cruz de madera, visitó a las familias y se sintió en el cielo. "Ahí sentí el llamado de acompañar a los olvidados, a los excluidos. Al volver de ese viaje, empecé el seminario", aseguró.
A los veinte, cuando partió rumbo a Madagascar por primera vez, le fue difícil despedirse de sus padres, sus siete hermanos y amigos. "Mientras el barco se alejaba del suelo argentino, lloré y dije: 'Adiós, Argentina, tierra mía'. Pero, por dentro, mi corazón tenía una alegría enorme, porque iba por un ideal: hacia Madagascar, donde necesitaban en aquel momento voluntarios para la misión que fundó San Vicente de Paúl", detalló.
Para Opeka, él nació dos veces: la primera, en la localidad bonaerense de San Martín; la segunda, en Madagascar. Antes de fundar Akamasoa, usó el fútbol como excusa para acercarse a los habitantes, pasó nueve años sin usar reloj (les dijo a sus parroquianos que estaba disponible cuando quisieran, que no había horarios) y tres trabajando en los arrozales, con el barro hasta el pecho. Comía en la casa de los pobladores, tomaba el agua que le daban, que no era potable, y eso lo llevó a enfermar gravemente.
"Después de 15 años de vivir en la selva, yo, que era deportista, futbolero, no podía estar de pie. Mi panza era un zoológico de la cantidad de parásitos que tenía adentro", describió con humor. "Entonces, me quise tomar un año sabático, pero mi superiores me pidieron que me quedara como profesor en Antananarivo, la capital. Allí pasé por un basural, donde vi un millar de niños que se peleaban con animales por la basura, y me quedé mudo".
Esa noche, no pudo dormir. Al día siguiente, fue al basurero, entró en una casa y reunió a un grupo de vecinos. Ahí, en el suelo de esa vivienda levantada con cartón y plásticos, comenzó a gestarse la semilla de ese "movimiento de solidaridad" -como Opeka lo llama- que es Akamasoa. "Les pregunté si amaban a sus hijos y me respondieron que por supuesto, entonces les dije: 'Vamos a hacer juntos algo por ellos. Ustedes van a tener que trabajar y sus hijos ir a la escuela, y juntos vamos a crear leyes comunitarias. Nunca los voy a asistir: los voy a ayudar con trabajo, educación y disciplina'", enfatizó.
De su padre, que era albañil, había aprendido el oficio, y con sus propias manos les enseñó a construir casas y una cantera de granito. Poco a poco, empezaron a surgir las escuelas, guarderías y bibliotecas.
"Pedro, ¿qué lío estás haciendo en Madagascar?", le preguntó hace un mes el papa Francisco. "Hoy ya ningún chico en Akamasoa pide dinero: ese es nuestro gran orgullo", les contó Opeka a los internos del penal, y concluyó que se imagina trabajando por muchos años más: "Con Jesús no hay jubilación".