En París de la Belle Époque, los encantos de las “cocottes” hechizaron a hombres de fortuna
A fines del siglo XIX, París encontró en ellas a sus deidades más escandalosas, que hicieron delirar y gastar fortunas a enamoradizos caballeros
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En el extravagante París de la Belle Époque, las cocottes reinaban a su antojo: atractivas, libertinas, ambiciosas, ocasionalmente cultas, arrancaron en muchos casos como provocativas bailarinas de los music hall más à la page, alcanzando el grado de conquistadoras profesionales de la élite, paseándose públicamente por los lugares de moda con sus opulentos enamorados. Llamarlas mujeres de costumbres ligeras, como propone el diccionario Petit Robert, sería faltar a la leyenda que construyeron con tanto esmero, cultivando aplicadamente su fama, exhibiendo su libertad sexual en las noches y los días parisinos.
Para cierto número de caballeros, las cocottes alegraron el cambio de siglo en la capital francesa de fines del XIX, principios del XX. Dueñas de una llamativa belleza que iba a la par de sus destrezas al parecer irresistibles en las aventuras de alcoba. Seductoras avezadas, explotaron sus encantos para ascender en la escala social en tiempos en los que faltaba más de medio siglo para la liberación sexual, e incluso la frigidez estaba bien considerada –un reaseguro de fidelidad– en las esposas y madres.
No vivieron la Belle Époque, ellas fueron la Belle Époque, señalará el diario France Soir al referirse a la Bella Otero y a sus colegas Liane de Pougy, Cléo de Mérode, Cora Pearl, Valtesse de La Bigne, La Castiglione, Emilienne d’Alençon o La Païva, por mentar a algunas de estas mantenidas de lujo que –cantantes y bailarinas en su mayoría– alternaban el escenario con actividades non sanctas, embaucando a presuntos incorruptibles, haciendo soñar a ricos y poderosos, quemando fortunas, materializando fantasías, provocando suicidios de señores que –chiflados por ellas– no fueron debidamente atendidos.
“La fortuna llega durmiendo… siempre y cuando no duermas sola”, aconsejaba la zarpada Carolina Otero, y a esta máxima suscribían sus pares que, si bien rivales, tenían sus respectivos nichos: exotismo garantizado en el caso de esta famosa bailaora de flamenco, cuyos movimientos sugerían otros talentos; éxtasis asegurado con la Païva, descrita como una bestia sexual por más de un compañero de sábanas y edredones; emociones aristocráticas con la condesa de Castiglione, que fuera amante de Napoleón III… Ninguna se quedaba atrás en su arrastre, que no se detenía ante cabezas coronadas como las del Príncipe de Gales, Nicolás II de Rusia, Leopoldo II de Bélgica, el emperador de Japón…
Mientras duraba el affaire, ellos encantados de pagar muy caro sus favores y satisfacer sus caprichos. Estas demi-mondaines eran cubiertas de diamantes y otros pedruscos, de perlas de los Mares del Sur, pero también de suntuosas pieles. Era natural que recibieran jarrones orientales, juegos de té de oro macizo, automóviles todavía novedosos, acciones de la bolsa, villas en la Costa Azul, casas a orillas del Mar Negro, una islita remota en el Pacífico. Ellos apostaban fuerte por cenar en Maxim’s o pavonearse por el Bois de Boulogne con una cocotte muy deseada y cotizada: era una suerte de exhibición de virilidad y de poder.
Bella época para unos pocos
Recordemos que eran años de desenfreno en los que el gusto inmoderado por el lujo, los placeres no tan espirituales y la ostentación de una minoría estaban a la orden del día. La rutilante París atraía a aristócratas y magnates del mundo entero. Allí el selecto y derrochón círculo de señores hacía de las relaciones extramatrimoniales un deber cívico, ansiosos por amenizar la rutina de matrimonios probablemente de conveniencia. Proclive a frecuentar camarines, el ligón Leopoldo II lo dejó en claro cuando, al ser revisado por su médico de cabecera, respondió a la pregunta “Majestad, ¿dónde le duele?” con la ocurrente línea: “En todas partes, menos en París”.
Período histórico embellecido a posteriori, al tenor de las penurias que sobrevendrían con la Gran Guerra, la Belle Époque resultó una maravilla… para quienes pudieran costear esta joie de vivre constante, plena de excesos y frivolidades, donde el champán y el galanteo fluían alegremente, a diferencia de lo que ocurría en la otra París, que también existía. La de las chozas hacinadas en los barrios marginales, el antisemitismo descarado, las tremendas luchas sociales por la jornada de ocho horas, las revueltas anarquistas recibidas con represión policial, el trabajo sexual callejero o en burdeles de mala muerte...
“Decir que la cocotte era una prostituta resulta cuanto menos reduccionista. Estas cortesanas vivían de sus encantos, sí, pero no solamente. Porque muchas de ellas asimismo se desempeñaban como actrices, cantantes, modelos. Ante todo, eran mujeres libres que escogían a sus amantes, preferiblemente muy ricos, y fijaban sus precios”, señala la periodista y escritora francesa Catherine Guigon, autora del documentado ensayo Les Cocottes: reines du Paris 1900.
La propia Cléo de Mérode, de auténtico origen aristocrático, lo cuenta en sus memorias: una soleada mañana de 1897 caminaba junto a un marajá que, de pronto, detuvo la marcha y, arrancándose de su dedo un gran anillo de oro guarnecido por un espectacular diamante, se lo ofreció “en recuerdo del goce que me ha procurado este encuentro”. La despampanante Cléo rechazó la sortija porque, penosamente, venía pegada a una propuesta de matrimonio. Por cierto: tanto ella como sus colegas fueron musas de destacados artistas; entre ellos, los pintores Degas, Forain, Manet, Toulouse-Lautrec, el fotógrafo Paul Nadar, los escritores Émile Zola, Marcel Proust, Alexandre Dumas hijo.
“Puede que fueran mantenidas, pero estas mujeres no dependían de nadie”, redobla la citada Guigon en su libro, aclarando que, inteligentes empresarias de sí mismas, las cocottes no eran sufrientes y desvalidas jovencitas, sino selectivas mujeres de carrera, con gran personalidad, “que supieron jugar muy bien con su imagen, utilizar la prensa a favor de ellas y sacar provecho de los medios técnicos que iban surgiendo. Imprimían sus fotos en naipes y postales que se vendían en gran cantidad, además de anunciar galletas, champán, lugares de moda en avisos publicitarios…”. Luciendo los más despampanantes modelitos de la época, dicho sea de paso, firmados por prestigiosos modistos.
Las cocottes no se dejan ver sin joyas, menos aun sin sombreros, que acompañan adecuadamente sus vestidos hechos a medida por Jacques Doucet, Jeanne Paquin, Frederick Worth, Paul Poiret. ¡Había que abastecer esos guardarropas! Porque las demi-mondaines solían cambiarse varias veces al día, dependiendo de sus diversas actividades, ya se tratara de paseos en bicicleta o en carruajes, de viajes en tren… En cualquier circunstancia, astutos diseñadores les facilitaban pilchas que ellas volvían tendencia. Y es que, cual It girls de la primera hora, el predicamento de estas solicitadas señoritas se extendía también a las respetables damas de sociedad que copiaban sus estilos.
Sus nombres aparecían frecuentemente en las páginas de cotilleo; el periodismo cubría sus andanzas, inclusive los sucesos más nimios, como cuando la Bella Otero perdió su cartera en el Boulevard des Italiens y la anécdota fue publicada por Le Figaro en marzo de 1900. Algunas pegaron el salto y tomaron la pluma: Lina Cavalieri ofreció sus consejos de belleza en la revista mensual Femina; Liane de Pougy se convirtió en redactora en jefa del semanario L’Art d’être jolie, además de escribir varias novelas. Idylle saphique, una de sus obras, está inspirada en sus propios fogosos romances donde variaba con desenfado de partenaire.
Las conversas
Antes de transformarse en la cotizada Liane de Pougy, Anne-Marie Chassaigne (tal su nombre en los papeles) había estado casada con un militar que la pescó infraganti con un amante extranjero. En una escena digna de vodevil, el marido dispara pero no acierta, y ella huye a París donde comienza su irresistible ascenso. Bailarina estrella del Folies Bergères, la ya divorciada damisela probó suerte como actriz, pese al consejo de su amiga Sarah Bernhardt que, tras fallidas lecciones, le recomienda: “Sonríe, pero no abras tu boquita en escena”.
Favorita de aristócratas, también encandiló a artistas: Henri Meilhac, libretista de varias óperas –incluida la popular Carmen, de Georges Bizet– se dejó un dineral para satisfacer el capricho de verla en todo su esplendor. El poeta Gabriele D’Annunzio la recibió en su casa con una lluvia de pétalos de rosas, gesto que no la conmovió en lo más mínimo; a la siguiente invitación, mandó a una asistente alegando que estaba impedida por “mal aliento”.
Su carrera como cocotte terminaría al casarse con un príncipe rumano varios años más joven, Georges Ghika, aunque éste no fue el último capítulo de su historia de película. Faltaría citar la metamorfosis espiritual de la princesa Ghika que, tras enviudar, se consagra a la religión y toma el nombre de Sor Ana María de la Penitencia. “Padre, salvo matar y robar, lo he hecho todo”, admitiría la penitente Liane a su confesor en el ocaso de la vida.
Otra conversa fue la actriz y cocotte Eva Lavallière que, cual moderna María Magdalena, renunció a su agitada vida de amoríos interesados, dándose al retiro voluntario. Primero marchó a Túnez como enfermera misionera y, tras mucho orar y despojarse de sus bienes materiales, la nueva devota devino monja de la orden franciscana, muriendo a los 63 bajo el apelativo de Eva de Jesús, en olor de santidad.
Finales muy diferentes tuvieron Emilienne d’Alençon, destruida por la soledad y las drogas; La Castiglione, a un paso de la locura por la desesperación que le generaba su imagen envejecida. O bien, Carolina Otero, legendaria Bella Otero, la más espléndida y escandalosa de las cocottes, encontrada muerta a los 97 en el bidé de un modesto apartamento en Mónaco. Higiénico aunque injusto corolario para una dama que supo amasar prestigio intercontinental, aclamada por la prensa gala como “la mujer más célebre, cortejada y adorada del mundo entero”.
Tentadora Carolina
Seductora de fama internacional, los dones de la Bella Otero cotizaban altísimo mientras permanecía en la cúspide: una gargantilla que había pertenecido a María Antonieta, un collar de dos kilos de perlas negras, tiaras con hasta noventa diamantes, pulseras de rubíes y zafiros, aretes assortis. Lógicamente, tuvo que contratar a un maestro joyero para que asesorara a sus admiradores según sus presupuestos.
Desmedida para todo, en una ocasión demostró ser capaz de comerse un kilo de caviar en minutos; en otra ocasión, en San Petersburgo, se presentó reclinada, desnuda como Eva en el Paraíso antes de comer la manzana, frente ante un grupo de ricachones, “servida” sobre una gran bandeja de plata. Listísima, a un banquero muy poco agraciado que había pagado una pequeña fortuna por media hora en su cuarto, lo recibió en sugerente bata de seda, lo adormeció con anécdotas sobre sus costosas chucherías y, pasados los treinta minutos, lo despachó sin contemplaciones: “Querido, ya he cumplido con lo pautado”.
Convocante estrella de los teatros parisinos, especialmente en el Folies Bergères y el Mathurins, a finales del siglo XIX, las críticas le prodigaban elogios como “maravilla de gracia”, “milagro de encanto y belleza” a quien solía hacer giras danzando por diferentes países. Nada más pisar Nueva York, por caso, el millonario William Vanderbilt puso su yate a sus pies, y el piadoso Joseph Kennedy, padre de John, hizo lo imposible por verla a solas. Colette, íntima amiga, alababa sus pechos, firmes como limones, que habrían inspirado la forma de las cúpulas del hotel Carlton de Cannes.
Hay que decir que, antes de convertirse en la reina de la fiesta parisina, la vida no había sido amable con esta muchacha de origen gallego, de padre desconocido y madre prostituta, que sufrió una infancia miserable marcada por la violencia. Pero supo reinventarse hasta alcanzar la cima de sus aspiraciones, solicitada por soberanos, marajás, ministros. De no ser por su problema con la ruleta, quién sabe hasta dónde habría amarrocado, pero lo sacrificó todo –incluida una chaquetilla corta con más de doscientos cuarenta diamantes, que fue descosiendo piedra a piedra– para financiar su ludopatía.
Se dice de ella que solo se guardó un pequeño brillante, souvenir de los gloriosos días de la Belle Époque que, al acabar con la Primera Guerra Mundial, se llevó consigo la figura de las míticas cocottes.
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