No hay una palabra para decir eso
Una de las primeras cosas que uno descubre al empezar a tratar con el lenguaje de manera regular es que casi no existen sinónimos. No es lo mismo casa que hogar ni morada que domicilio. Sin embargo, y esto es paradójico, la palabra sinónimo tiene una definición ambigua en el Diccionario de la Real Academia Española. Es un adjetivo que se usa también como sustantivo y que “dicho de una palabra o de una expresión significa que, respecto de otra, tiene el mismo significado o muy parecido, como empezar y comenzar.” La clave está en la expresión muy parecido, que es casi lo opuesto a lo que comprendemos como sinónimo.
Trucos de este don extraordinario con el que la naturaleza nos concedió la capacidad de expresar lo que, de otro modo, estaría enclaustrado sin remedio dentro de nuestras mentes. Y más. Del habla se derivan los lenguajes formales, como la lógica y la matemática, con los que llegamos a las ciencias y levantamos un poco la vista más allá de las necesidades diarias e inmediatas.
No es que no haya nada en la mente de un perro o un gato. Es que sus secretos se quedan ahí, atrapados, y a lo sumo nos ofrecen una mirada de gratitud o un llamado lastimero. Pero lo que ocurre ahí dentro es un misterio, y uno al que seguramente seríamos incapaces de acceder, de poder meternos en sus cabezas, porque mientras nosotros interpretamos la realidad mediante una inextricable red de símbolos, para el animal los días y las noches son siempre en carne viva. Sin filtro. O eso especulamos. Tampoco podemos estar por completo seguros.
Traza el lenguaje, pues, un horizonte inalcanzable. Es casi imposible recordar (aunque quizá hundidos en los sótanos de la memoria esos recuerdos todavía viven) cómo fue el largo período de gestación y los primeros e inquietantes días de la vida, antes de comprender las palabras y la significación. No es que nos falten instantes de puro instinto o de percepción descarnada. Pero tan pronto queremos atraparlos, se esfuman en una nube de significados y estructuras sintácticas que lo permean todo. O casi.
Es un milagro el lenguaje, pero la felicidad nunca es completa. Tiene algo así como un bug este don maravilloso, un pecado original, un defecto de fábrica. Es cierto, todo puede ser expresado con las palabras que cada idioma ofrece. Hasta hoy, en el peor de los casos, me ha llevado más trabajo del usual y, en ocasiones, recurrir a otros idiomas, el encontrarle la vuelta a una imagen, una metáfora o una descripción. Pero de todos modos pasa algo. Hay entidades, situaciones, sensaciones, cosas, realidades que no tienen una palabra en nuestro diccionario. Sí, tal vez, en otros. Pero no en el nuestro. Por ejemplo, el perfume y la sensación que deja el aire que sube por la bombilla del mate cuando ya no queda agua. Para los argentinos y los uruguayos es una experiencia clara, distinta y cotidiana, pero carece de nombre. Es el aliento del mate. Pero no lo hemos bautizado.
¿Cómo se dice cuando es fines de agosto y una nochecita, inesperadamente, algo –algo intangible, invisible y a la vez inconfundible en el aire– nos anuncia que la primavera está llegando? No tiene una palabra, pero es una delicia. Una delicia innominada. Desde ahora, contaré los días para volver a experimentar ese instante huidizo que es una forma de la felicidad. Pero es también un perfume, un hálito y una luz; una sinestesia que se le ha escapado al decir. Otra más. Como el viento en la cara cuando corríamos por una plaza en la infancia o lo que sentimos –exactamente lo que sentimos– con una caricia.
Pero ese pecado original es, al mismo tiempo, una bendición. Los límites, que tienen mala prensa, a la larga nos permiten tolerar la incalculable complejidad del mundo. Si todo tuviera una palabra, nada podría decirse. Porque al mismo tiempo que hemos recibido el milagro del lenguaje nos han confinado en la prisión inapelable del tiempo.