¿Por qué es tan genial?
Edgardo Giménez, uno de los niños terribles de los años sesenta, presenta sus trabajos recientes con un libro que reseña su vida y su obra.
En 1965, el crítico francés Pierre Restany publicó en la revista Planeta un artículo sobre la situación del arte argentino, con el título "Buenos Aires y el nuevo humanismo" (poco antes había participado en el jurado del premio Di Tella). Con entusiasmo, hablaba de la nueva generación de artistas jóvenes (la mayor parte menor de treinta años), a la que consideraba auténtica iniciadora de un fenómeno de ruptura en la vida artística del país. Lo que la separaba de sus mayores, para el teórico del Nouveaux-Réalisme, no era tanto la diferencia de edad, sino "un estado de espíritu".
Según el crítico, el nuevo espíritu que alentaba sobre el Río de la Plata, con su imaginería inspirada en el folclore de Buenos Aires, apuntaba hacia un auténtico "reportaje a la calle". Entre los artistas citados estaba Edgardo Giménez, que apenas tenía veintidós años y recién había comenzado a exhibir sus "aparatos-fetiches". Junto a él aparecían Marta Minujín, Pablo Mesejeán, Delia Cancela, Carlos Squirru, Juan Stoppani, Alfredo Rodríguez Arias, Dalila Puzzovio y algunos otros.
Giménez nació en la provincia de Santa Fe en 1942. A los siete años se instaló con su familia en Buenos Aires, a los trece comenzó a trabajar en una agencia de publicidad. Allí aprendió su oficio y, particularmente, descubrió la importancia de lo "novedoso del mensaje", paradigma que marcó su ingreso en el mundo del arte.
En 1965, apenas un año después de su primera exposición individual, con Puzzovio y Squirru, realizó uno de sus operativos urbanos más recordados: el póster-panel "¿Por qué somos tan geniales?" Ubicado en los altos de un edificio de la esquina de Florida y Viamonte, el enorme cartel estaba pintado a mano por un artesano de la agencia Meca, imitando el estilo cinematográfico. Mostraba a los jóvenes artistas, en actitud jubilosa, como si fueran estrellas de cine, afirmando (no preguntando) "somos tan geniales como jóvenes y divertidos".
Arte y juego
El ingreso de Giménez en el mundo del arte se produjo desde varias actividades más o menos simultáneas: diseñador gráfico, pintor, creador de objetos, diseñador de productos, escultor y, más tarde, arquitecto sin título. A los veinte años realizó los primeros pósters, encargados por artistas plásticos para anunciar sus exposiciones. Los carteles que hizo para La metamorfosis de Doña Felicitas Naón , de Antonio Seguí y Gato/63 , de Kemble, Wells, Benedit y otros, muestran un estilo gráfico que, según Méndez Mosquera, se funda en un "personaje-objeto gráfico" estructuralmente relacionado con el texto. Todo responde a la "tradición de la legibilidad", propia de la gráfica iniciada en los cincuenta.
Al mismo tiempo, Giménez pintaba unos óleos de estilo entre pop y naïf, con monas vestidas como niñas que posan sentadas con enormes rosas entre las manos; también con gatos, loros y pájaros imaginarios frente a un jarrón con flores. En 1963 comenzó a crear objetos absurdos, como El mosquito de angora (1963) y La Mamouschka operada (1964), con los que se inclina decididamente hacia un pop ingenuo y poético, artesanal, muy diferenciado del que definen las obras de Warhol o Lichtenstein, ligadas a la industria cultural y el consumismo.
Desde 1964, la presencia de Giménez en exposiciones colectivas, en general temáticas, se multiplicó. Junto con Berni, Cancela, Ciordia, Mesejean, Puzzovio y Squirru, presentó en la galería Lirolay la exposición "La muerte". Con humor negro, el grupo mostraba cruces y flores artificiales, corazones y gauchos, yesos ortopédicos y otros fetiches mortuorios. Hugo Parpagnoli, uno de los escasos críticos que los apoyaba, escribió en el catálogo (diseñado por Giménez con reiteradas cruces): "Estos chicos son la muerte, lo rompen todo. Se ríen del duelo y del suicidio y son un balde de agua fría para los corazones sentimentales".
El clima divertido y de frenética búsqueda de lo novedoso se vivía cotidianamente en el taller de Cangallo y Riobamba que Giménez compartía con otros artistas. Un periodista que lo visitó en ese momento describe el "alegre aire de kermés" que reina en su interior, plagado de monstruos de madera y cartón de Giménez, de "transfusiones" y cruces de Squirru y de corsés y odaliscas de Puzzovio.
Eran años felices, en los que un artista podía afirmar que le gustaba divertirse. "Crear es una experiencia inolvidable. Creo que ha pasado el momento de sufrir por el arte", decía Puzzovio. Más aún, señalaba Dalila, "el arte es una verdadera diversión". Para Rodríguez Arias "es muy fácil ser serio y profundo; más comprometido es ser superficial". Giménez recuerda que en ese tiempo, ante la requisitoria periodística, "contestaba cualquier disparate", porque le importaba más "desencadenar una carcajada en el otro que aclarar qué había querido decir con la obra".
En medio de esa atmósfera, en 1965, Giménez participó en los "Microsucesos", una experiencia que oscilaba entre el happening y el teatro. Con el elenco de artistas pop, a los que se sumaron la bailarina Marilú Marini y el músico Miguel Angel Rondano, representó un espectáculo absurdo, de 45 minutos de duración, que parodiaba los medios masivos de comunicación, con una estética próxima al camp. Entre otras acciones, en una escena de tono festivo, con jingles y naranjas que se arrojaban los unos a los otros, Marini bailaba "a esa lechuguita no le falta nada", parodia del comercial de TV que hacía Zulma Faiad. En la compleja trama, Giménez aparecía disfrazado de gallo, repartiendo caldo en cubitos y anteojos de colores entre los espectadores.
No era pop
Edgardo Giménez, en la Biografía autorizada escrita por María José Herrera, dice con marcado énfasis: "no éramos Pops". Según sus palabras, todos los artistas de su grupo hacían un culto "del placer de descubrir todo lo que te perdés si no ves la vida de otra manera". No querían estar asociados a "ninguna cosa dramática", como lo estaban los pintores de la generación anterior, que animaban el informalismo y la nueva figuración.
Es notoria la coincidencia de las intenciones estéticas de Giménez con la categoría de lo camp, tal como la describió Susan Sontag en un ensayo incluido en Contra la interpretación. Lo camp es una sensibilidad que ve todo como ingenuo o artificial, como teatralización. El objeto artístico, que está liberado de toda relevancia moral, se convierte en algo interesante, simpático o banal. La mirada camp es siempre una mirada frívola. Es una sensibilidad que se opone tanto al canon clásico, que reúne verdad, belleza y seriedad, como la estética donde la belleza se distorsiona y lo serio se vuelve crueldad (la pintura de Francis Bacon).
Sobre ese horizonte estético, Giménez trabajó durante los últimos treinta y cinco años. Ajeno a los afanes políticos y utópicos y a las "grandes intenciones" que surgían al finalizar los sesenta, creó platos, tazas, muebles, lámparas, ceniceros, papel de carta, saleros con forma de obelisco porteño, estrellas y rayos de acrílico transparente. Los vendía en "Fuera de Caja, Centro de Arte para Consumir", un atípico local destinado a la venta de objetos diseñados por artistas, que había creado junto con Marta y Jorge Romero Brest.
También, con el mismo gusto por lo artificioso y por el esteticismo, diseñó muebles "divertidos", con gatos pintados, coronados por águilas, como el de la colección Klemm. Proyectó arquitecturas, como la extravagante Casa Azul, de Romero Brest, en City Bell, cerca de La Plata y la Casa Amarilla, en Punta Indio. Creó escenografías, auténticamente pop, para Psexoanálsis y Los neuróticos , dos filmes de Héctor Olivera.
La dedicación de Giménez a la gráfica nunca disminuyó, por el contrario, se incrementó cuando en 1980 le fue encomendada la dirección de arte del Teatro General San Martín. De algunos afiches que diseñó para anunciar los estrenos se hicieron varias ediciones, llegándose a vender cerca de 400.000 ejemplares. Estas piezas, dice Méndez Mosquera, se caracterizan por el desenfado, la gracia y el humor, que contrasta con la austeridad, pura y aséptica que caracterizaba el diseño "ditelliano" de Rubén Fontana y Juan Carlos Distéfano.
Gran parte de los trabajos de Giménez puede contemplarse en el libro dedicado a su obra, recientemente editado y presentado en su muestra de obras recientes en el Mamba. En sus páginas se reproducen, con notable calidad gráfica, más de 500 obras, acompañadas por una excelente iconografía personal. Los textos pertenecen a Jorge Romero Brest, Pierre Restany, Carlos Méndez Mosquera, María José Herrera, Jorge Glusberg y Albino Diéguez Videla.
( Hasta el 10 de este mes, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Av. Del Libertador 1473. )