¿Por qué todos tienen más tiempo?
Una noticia suelta, pero importante: el árbol de las orquídeas que salvamos en el barrio de Flores estos días floreció; es la época, por supuesto. Tal como anticipé en la primera de las columnas sobre esa Bauhinia, si le dábamos la oportunidad, iba a responder con un obsequio a la atroz mutilación que había sufrido. Iba a responder con flores. Si eso no es una lección, no sé qué es.
Aparte de eso, y a lo mejor porque estoy a horas de empezar mis vacaciones, una consulta rara, pero insidiosa: ¿a ustedes también les pasa que los demás parecen tener más tiempo? No lo entiendo. Como más o menos me mantengo informado, sé que no es posible dilatar el tiempo dentro de un mismo marco de referencia. Esto es Teoría de la Relatividad, y no está en mi ánimo complicarles el miércoles desde temprano. Pero los demás no solo no están marchando a una fracción significativa de la velocidad de la luz, sino que, incluso en el caso de hacerlo, desde sus propios puntos de vista, el tiempo seguiría durando lo mismo. O sea, nada.
También sé que no es posible, como en la ciencia ficción, comprar y vender tiempo. Por otro lado, y sin pretender meterme en honduras, la compra y venta de tiempo conduce a algunas paradojas bastante irritantes. Todo lo que hagas en economía será en función del tiempo. Así que esto de comprar y vender tiempo se volvería rápidamente algo urobórico. O sería un muy mal negocio, aunque parezca que no.
Será que hacemos muchas cosas. Es una idea tentadora. El problema es que no estoy afirmando que los demás tengan más tiempo que uno, sino que sentimos que es así. Por ejemplo, nos tomamos un taxi con la lengua afuera para ir a esa reunión a la que ya avisamos que estamos llegando tarde y cuando intentamos recuperar el aliento e intentar relajarnos como para no asistir con el aspecto de alguien que está por colapsar, pasamos por los Bosques de Palermo y advertimos a uno que hace ejercicio trotando despreocupadamente. Entonces nos preguntamos: ¿cómo hace?
Más allá dos personas charlan en un banco, sin desvelo alguno, sin prisa, como si fueran a vivir mil años. Y uno piensa en todo lo que falta del día y en que, además, cuando empiece a conciliar el sueño, recordará los mensajes que dejó sin responder, la factura que no pagó, el llamado que no hizo. “Bueno, mañana”, nos consolamos, sin atrevernos a reflexionar –estamos cansados, hay que decirlo– que esta práctica es como sacar un crédito para pagar un crédito. Porque la noche anterior hicimos lo mismo, y la otra, igual. Así que arrancamos cada jornada endeudados en tiempo.
Como dije en otro lado, soy un perdedor de tiempo profesional. Todos los que nos dedicamos a alguna actividad creativa sabemos que, si no perdemos tiempo, las ideas no van a aparecer. Son tímidas las ideas, créanme. De lo que podría deducirse (cuidado con las deducciones obvias, sobre todo en un año electoral) que lo que nos ocurre a los que sentimos que los demás siempre tienen más tiempo que nosotros es que nosotros desperdiciamos obscenamente el tiempo. Pero es al revés.
Conozco muchas personas realmente ocupadas. De las que ya no dividen el día en horas o en medias horas, sino en minutos. Vivo con una de esas personas. Y adivinen qué. Su principal queja es que no les alcanza el tiempo. No es infrecuente que trabajen el sábado y el domingo. Incluso así, la lista de pendientes nunca termina.
Me tomaré unos días para reflexionar sobre esto. Agradeceré cualquier sugerencia, como siempre. Pero la semana última tuve un percance de salud que, aunque no pasó a mayores, en el momento, me asustó mucho. Tanto, que, en medio del dolor y la desesperación, tuve una revelación. No sabemos qué es el tiempo ni porqué nunca parece alcanzar, pero algo es seguro: un día se nos termina. Estamos hechos de tiempo, y tratar de atraparlo es como atraparse a sí mismo.