Tenaz asedio a la concentración
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Interrupciones. Vivimos en un mundo que nos interrumpe. No sé si lo notaron. A veces nos interrumpen tanto que ni siquiera tenemos tiempo para darnos cuenta de lo dañinas que son las interrupciones. Las interrupciones y también el miedo a las interrupciones, como decía Tolkien; esta idea, cardinal e iluminada, me llevó a dejar la casa paterna cuando todavía era muy joven. Paradójicamente, salía a un mundo que se preparaba para interrumpirme.
No, no siempre fue así. E incluso cuando para los que vivimos ese tiempo ido a veces cuesta reconstruir cómo eran las cosas entonces, lo cierto es que podías cancelar todas las citas, descolgar el teléfono y desconectarte. Créanme, era así. Funcionaba. Una vez, una persona que me quiere mucho se asustó de mis proverbiales ausencias y mandó al vecindario a ver si estaba vivo.
Vivo y concentrado. Esa es la palabra clave. No sé si hay una conspiración mundial (no creo) para que no podamos concentrarnos y vivamos en un estado de consciencia instantánea de corta duración, tras haber incorporado esta manera de pensar pulsátil de silogismos espasmódicos. Pero es lo que está pasando, y este estado de cosas cancela cualquier pretensión de concentrarnos en algo.
Es una función propia de la mente humana, y una de las más extraordinarias. Somos capaces de enfocar toda nuestra atención en algo complejo y mantenerlo en la consciencia durante el tiempo que haga falta para transformarlo en otra cosa, sacar una conclusión, recombinar sus componentes en una configuración que al principio pasaba inadvertida o, simplemente, decidir que ese es el adjetivo perfecto, el acorde perfecto, que blanco y negro es el color perfecto para el Guernica. ¿O realmente alguien piensa que al creador las cosas le salen? Se abusa de este verbo, en la Era de las Interrupciones, como si los artistas, los científicos, los matemáticos y los filósofos, por citar un puñado de profesionales de la concentración, exudaran su obra.
No, no es así. No es así ni remotamente. Hollywood tampoco coopera, con sus estereotipos de rockstars que parecen conectarse a la creatividad por USB. Y flota la idea, pongamos mejor el prejuicio de que la creación es una especie de hobby o de pasatiempo. Tal vez, una inclinación natural de algunas personas, con la connotación gravitatoria que subyace en la palabra inclinación. O sea, crear no es trabajar. Es un (me encanta esta palabra) don. Te vino con el combo, digamos. Y ya. Sos creativo. No tenés que hacer nada más.
Es exactamente al revés. Crear da trabajo y requiere una cantidad desmesurada de concentración. Pero ni el más absorto de los pensadores podrá sostener la concentración si le tocan el hombro o si le suenan millones de cuatrillones (o sea, quintillones) de notificaciones por minuto en alguno de los innumerables dispositivos que nos asedian. Un asedio que ha naturalizado que el pensamiento es así, cortoplacista, fragmentario, atomizado y en cómodas cuotas.
Peor todavía. La concentración es una lenta, progresiva y frágil construcción que ocurre en nuestro interior. No es posible anotar nada, porque eso rompería la tenue pompa y su todavía vulnerable embrión. No importa si hay ruido alrededor (supo ser un clásico eso de irse a escribir a un café, porque ahí ningún familiar te importunaba) o si podemos disfrutar de un silencio bibliotecario. Todo el asunto se reduce a no interrumpir a esa persona que parece no estar haciendo nada, abstraída, alejada, ociosa y para nada productiva, pero en cuya consciencia están empezando a sonar los primeros acordes de la Novena o de Let It Be.
Tengo clarísimo que unas pocas palabras no son suficientes para revertir estos tiempos en que nos vemos obligados a estar siempre disponibles y con nuestra atención loteada entre cientos de inversores. Pero necesitaba decirlo. Porque casi seguro a vos también se la pasan interrumpiéndote.
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