Un primer café
De nuevo el verano está a punto de irse y en esta esquina de la ciudad, en este café inmenso y radiante, el mediodía llega despacio pero a tiempo, como un insecto pegajoso que trepa y no duda. Es un jueves como los demás pero podría no serlo porque aquí no hay reglas; o sí pero otras. Son varias las mesas ocupadas y varias las personas que se sientan allí solas para hablar por teléfono; otras comparten el espacio con sus madres o con amigas o con un socio. También con el perro. El sol está tan alto que apenas puede verse lo que pasa porque tanta luz provoca lo contrario. Quizá el objetivo de venir a este café de sillas de madera, mesas en mármol, sombrillas verdes y blancas y adornos florales sea ese, no ver bien, no saber más.
Los mozos, bien vestidos de mozos –zapatos negros, pantalones negros, camisa blanca, chaleco negro, moño al cuello, cintura con un aplique para guardar lapiceras y encendedores, y barbijo con el logo del local bordado en dorado– toman los pedidos sin anotar nada en ninguna libreta y regresan con lo ordenado en una bandeja redonda y plateada. R. tiene anteojos y bigotes y es capaz de llevar tres órdenes en un mismo viaje. así lo saluda la mayoría cuando llega o se va: “Hola R., ¿cómo va?”, “Chau R., te veo mañana”. R en tanto recomienda a los comensales qué pedir: “Hoy mejor esto, con un vermú queda genial”. Sentarse en un día hábil con el sol bien arriba a tomar un trago y sentir en el rostro el toque tibio del calor parece un lujo porque todo lo que no pasa aquí, en este café, es lo otro: gente que carga planillas en la computadora, gente que cose, gente que limpia el piso, gente que lleva a otra gente a lugares, gente que apila ladrillos, que se para frente a un curso, que cuida gente, que vende, lo que sea.
A una mesa R. lleva una ensalada de frutas cortadas sin imperfecciones, con un filo preciso, la frutilla tratada como rubí. Son dos mujeres, una de ellas agradece e interrumpe el silencio que habían conseguido con un “qué día maravilloso” y su acompañante le responde, rápido: “Me parece que cada vez veo menos de este ojo”. En otra mesa también hay dos mujeres pero hablan sin parar. Son lindas de mirar: están vestidas con prendas de lino y exhiben en sus dedos largos, bronceados, algo enredados, muchos, muchísimos anillos, casi un gesto de abundancia, de lujuria. detrás un joven acaba de decirle a R. que espera a otro joven, que enseguida ordena. Mientras tanto lee el diario en papel. Qué alivio, no siempre todo parece irremediablemente perdido.
Hay un hombre de unos 50 años que no deja ni por un segundo de usar el celular, como si de ese aparato dependiera lo demás. ¿Se puede manejar el mundo con un teléfono? Hay también una señora con calzas cortas y remera deportiva, toda en color fluorescente, que se sienta en medio del centro de esta esquina y pide, en una pose, un jugo de naranjas. Seguro haya alguna intrusa, alguien que pasó y paró y pensó por qué no. Unos pocos fuman, este café de esquina que tiene sus años y su fama resulta un buen lugar para hacerlo porque el humo se mezcla ligero con el viento que lleva y trae el olor de las flores del puesto de enfrente, esas peonías, el de los autos, los perfumes de quienes están y de los que pasan caminando, que son más y siempre miran. Ese barullo es rico.
Dentro del salón las mesas ocupadas son menos. En una de ellas, arrimada a la ventana, una mujer de arrugas, anteojos grandes y pelo rubio acomodado, bebe una copa de vino tinto con la mirada sostenida en la calle. Afuera, quienes se sientan allí no lo hacen solo por miedo al coronavirus o por la brisa, encantadora; lo deciden porque este café en esta esquina además de un lugar es una vidriera: la muestra ejemplar de que hay otra vida.