Versiones del fabulador
En La caja de los deseos, el alemán Günter Grass continúa fagocitando su propia vida, aunque en esta narración biográfica la cruza de realidad y ficción da como resultado un original texto polifónico en que el autor es narrado por su prolífica familia
La caja de los deseos
Ya se sabe que, aparte de la imaginación, una de los requisitos indispensables de una autobiografía es no decir necesariamente la verdad. Aquellos escritores que se jactan de hablar con el corazón en la mano, aquellos que juran decir la verdad y nada más que la verdad, suelen ser también los que más adulteran los hechos. La primera persona del singular admite casi todo, salvo quizá la tediosa sinceridad que, por lo demás, puede corresponder a una forma resentida de la mentira.
Antes de que diera oficialmente comienzo a sus memorias en Cinco decenios (2003) y Pelando la cebolla (2007), Günter Grass ya se había "autobiografiado" de muchas maneras en su extensa y variada obra narrativa. Como un enano que atraviesa indemne las trincheras de ambas guerras mundiales en El tambor de hojalata (1959); como pez inmemorial y poligámico en El rodaballo (1977) o como roedor que sobrevive a un futuro apocalíptico en La ratesa (1986), por mencionar sólo tres de sus novelas más prestigiosas y logradas.
Nacido en 1927 en Danzig (actualmente Gdansk, Polonia), una ciudad desgarrada por el nazismo, Günter Grass pertenece a una generación de intelectuales de Europa central que adhirió a los postulados de un "arte revolucionario", siguiendo el ejemplo de Brecht, Joseph Roth y Alfred Döblin, entre otros. Después de servir en la SS durante un breve período de la Segunda Guerra Mundial (cuando se publicó Pelando la cebolla , las revelaciones de Grass sobre el tema causaron polémica) el escritor estudió escultura y dibujo en la Academia de Artes de Düsseldorf y en la Academia de Bellas Artes de Berlín. Su obra, que comprende poemas, teatro, grabados, y sobre todo novelas, fue galardonada con el Premio Nobel de Literatura en 1999.
Lo interesante es que Grass -supremo patriarca de la literatura alemana contemporánea- nunca se arrodilla en el confesionario, nunca renuncia a la ficción para dedicarse, solemnemente, a relatarnos su vida. Por el contrario: es un fabulador insaciable, un mitómano sincerado, un auténtico troglodita de la lengua cuya voracidad pantagruélica no se amedrenta ante nada, como se evidencia en La caja de los deseos , en donde prosigue fagocitando su biografía, ahora narrada desde el punto de vista -para nada complaciente- de su prolífica familia.
"Hijos, lo sé: ser padre es sólo una afirmación que hay que confirmar continuamente. Por eso tengo que mentir, para que me creáis", señala el autor en una de sus pocas intervenciones directas en la trama. De hecho, la eficacia de esta modesta novela (modesta en la escala de Grass) descansa precisamente en hacer a un lado la soberanía del discurso paterno, en pasar de manos el hilo de la madeja. Como si Grass dijera: "Que los otros (lectores, hijos) se adentren en mi laberinto, sigan escarbando en las capas de mi cebolla infinita".
En el título está, quizás, la clave de todo el libro. La "caja de los deseos" es en realidad una antigua cámara fotográfica de cajón que "no funciona bien" y que captura imágenes en las que los personajes aparecen retratados en situaciones extraordinarias, desfasadas en el tiempo o directamente fantásticas. Alrededor de esta cámara milagrosa, que dispara "historias del cuarto oscuro", la familia se reúne a discutir los acontecimientos en la vida del padre. Cada uno de los ocho hijos actúa como un biógrafo y ofrece una versión distinta, que completa y al mismo tiempo se opone a la de los otros, aunque las diversas versiones coinciden en un punto: en la obra de Günter Grass, vida y escritura forman un tejido en el que es imposible discernir lo privado de lo público. Y no es fácil seguir el rastro de un padre que fabula todo el tiempo y avanza en zigzag por los ríos desbordados de la ficción.
La caja de los deseos funciona, entonces, como un espejo o un foro cinematográfico. Los personajes son protagonistas y a la vez espectadores de una historia que nunca terminará de contarse. Nada más ni nada menos que sobre eso se discute animadamente, mientras el padre Günter toma notas encerrado en el altillo, como una rata-sirena que se escurre en un murmullo quimérico, una muñeca rota apresada en el vientre de un pez, o un largo cuento de hadas que fluye, con esquirlas de bombas y ráfagas de ametralladoras nazis, desde una Olivetti infatigable. Lo que queda entonces es un rompecabezas, un detritus de huellas y cicatrices en el trasfondo de un discurso, el del padre, que se ha removido de su lugar monolítico para desmitificarse y desnaturalizarse en esa cámara que lo sigue, o intenta seguirlo, sin atraparlo nunca.
Siempre y cuando consiga sortear las dificultades de una traducción que por momentos se empantana, (los muchos "papuchis", "tontorrones" y "fuertotes" que acribillan el texto, por no mencionar otras rarezas como "carrusel de cadenas" por "hamaca" o expresiones de un coloquialismo inefable como "en algo así no cree ni quisque"), el lector podrá encontrar en La caja de los deseos esa típica habilidad de la narrativa de Grass para desplazarse, sin mayores sobresaltos, del realismo a la fantasía picaresca, y de la comedia a la tragedia, en un relato polifónico que aborda la paternidad desde un punto de vista que nunca resulta solemne o trillado.