El rojo tapó al verde y amarillo
Esta vez, los hinchas brasileños dejaron de lado los colores de su bandera por el símbolo de Ferrari.
SAN PABLO (De un enviado especial).- A las ocho, cuando el día comenzaba a tomar color con la luz natural, pese a los nubarrones que hacían soñar a los brasileños, colas de más de tres kilómetros bordeaban el perímetro del autódromo de Interlagos, a la espera del ingreso en el circuito para ver a Rubens Barrichello arriba de la Ferrari, con el anhelo de vivarlo más tarde en lo más alto del podio.
Los vendedores ambulantes empleaban toda su habilidad para ubicar las banderas del cavallino, las gorritas rojas con la firma de Rubinho bordada y a la vez eludir los tranquilos controles policiales.
Como si fuera un partido de fútbol, los torcedores bailaban y cantaban con ritmos varios, pero con letras en favor de su piloto. En ese momento, las carpas que se instalaron al lado del paredón del autódromo se desarmaban y el tránsito, como todos los días, se transformaba en una caótica e irritante peregrinación.
El color de las tribunas cambió. Aquel verde y amarillo que supo agitarse por Ayrton Senna quedó en el olvido y se cambió por el rojo Ferrari. Un símbolo tan nacional como las remeras y los gorros con los colores patrios -siempre se distingue en cualquier lugar del mundo-, ahora quedó a un costado para apoyar con entusiasmo a Barrichello.
En ningún momento Rubinho perdió la calma. Disfrutó de todo lo previo a la competencia. No dudaba un instante en salir de los boxes a saludar a los plateístas de la recta principal. No se oponía ante los continuos pedidos de autógrafos y de fotografías. Si hasta tomaba las cámaras y extendía el brazo para sacarse a sí mismo, acompañado por el dueño de la máquina.
También Ricardo Zonta era ovacionado, aunque de una manera muy particular: abucheaban a Jacques Villeneuve, su compañero de equipo.
La carrera entusiasmó a todos. Barrichello superó a Coulthard, luego se pasó en una curva, pero se recuperó y volvió al tercer lugar. Persiguió a Mika Hakkinen, lo alcanzó y lo pasó. Más de 70.000 personas se enloquecieron con la maniobra.
Hasta que llegó el giro 27. Un inconveniente en el sistema hidráulico, que complicó la dirección y también el acelerador, retrasó al paulista hasta que llegó, muy lentamente, a los boxes. Resignado, se bajó de la Ferrari y se sentó en una sillita de plástico con la mirada perdida, mientras el público se silenció.
"Fue una pena... Es un verdadero pecado que esto haya sucedido enfrente de mi pueblo, en mi casa...", atinó a decir el segundo piloto de Ferrari, abatido. Buscaba una explicación. "Pero mi hora va a llegar, aunque no haya sido aquí", confió.
Como si Brasil no hubiera tenido poco con eso, Zonta, con el BAR, también se retrasaba hasta el último lugar, aunque vueltas más tarde se recuperó y llegó a la bandera a cuadros.
El público, a diferencia de la época de Senna, cuando se retiraba apenas el ídolo abandonaba, esta vez se quedó para disfrutar del espectáculo de la Fórmula 1. Los brasileños, tan mimetizados con el rojo Ferrari de Rubinho, alentaron a Schumacher.
Fue el día en el que los brasileños cambiaron sus colores tradicionales por el rojo. Soñaron con una victoria del hombre de la semana, el que salió en todas las tapas de las revistas y se paseó por todos los programas de TV. El personaje de Brasil. El exitismo paulista seguramente hará olvidar esta tarde gris hasta la próxima carrera. En la que todos, nuevamente, acompañarán a Rubinho.
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