El rey Carlos III en Argentina: el placer de jugar al polo con sus ídolos, la tordilla que lo volvió loco y el permiso que no le dieron y frustró su ilusión mayor
En su único paso por nuestro país, entre numerosas actividades se dio el gusto de practicar en el Hurlingham Club el deporte que lo apasiona
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Una escena de aquel partido del príncipe Carlos jugando al polo en la Argentina, con la camiseta de Windsor y en la tordilla Coqueta; el rival, de Hurlingham, es José Ramón Santamarina
Acababa de vivir un momento muy especial. Fanático del polo, apasionado por los caballos, terminaba de jugar en la misma cancha donde 33 años antes lo había hecho su padre, el príncipe Felipe de Edimburgo: la Lewis Lacey del Hurlingham Club. Fue el único partido de su vida en la Argentina. Pero la propuesta de un campeón de Palermo, de un 10 goles con el que ya había compartido cotejos en Inglaterra, lo sorprendió.
–¿Quiere ir a taquear mañana en la cancha 1 de Palermo?
El entonces príncipe Carlos (hoy rey Carlos III) abrió los ojos ante la invitación de Eduardo Heguy. Casi que se puso nervioso de sólo imaginarlo.
–Déjeme verlo. Tengo que pedir permiso.
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El príncipe Carlos tenía 50 años. Se terminaba 1998 y su madre, la reina Isabel II, le hacía un pedido: ir en marzo a la Argentina, en una visita protocolar y como retribución del Reino Unido al paso por Londres que había cumplido el presidente Carlos Menem, en octubre de ese año. Para Sir Charles era una experiencia novedosa. Entre otras cosas, implicaba conocer el país de donde provenían sus ídolos deportivos: los mejores polistas del mundo. Una visita de tres días, del 9 al 11 de marzo de 1999.

¿Cómo terminó Carlos jugando una exhibición benéfica en la cancha 1 del Hurlingham Club, escenario de uno de los torneos de la Triple Corona? José Santamarina, polista, hoy vicepresidente de la entidad, conocedor de la historia, no lo dudó apenas supo de la visita a la Argentina. “Julio, mandemos una carta invitando al Príncipe de Gales a jugar en nuestro club”. Julio era Curuchet, presidente del Hurlingham y con llegada al embajador británico en nuestro país. “Nos contestaron afirmativamente a los dos días. Y ahí mismo empezamos con la organización”, recuerda Pepe Santamarina.
Pongamos la situación en contexto. El príncipe Carlos ya había sido padre de William y Harry, cuya madre, Lady Di, había fallecido el 31 de agosto de 1997 en un impactante accidente de tránsito sufrido en París. Heredó la pasión por el polo de su padre Felipe de Edimburgo, que había jugado en Hurlingham en 1966, el Abierto del club y la Copa Sesquicentenario, con los cracks de entonces, representando a Windsor: Alberto y Horacio Heguy y Daniel González. Lejos de imaginar en ese entonces lo que ocurriría en 1982, al príncipe Felipe le preguntaban mucho por “Malvinas”. Hasta que en una de sus clásicas humoradas, soltó: ‘Malvinas, Malvinas, se las cambiamos por los Heguy’.

Para Carlos III, hoy con 75 años y atravesando problemas de salud, el polo era cosa sagrada. Un programón. Y estar con los polistas argentinos… Lo dijo hace poco, a LA NACION, un crack que lo conoce bien: Ernesto Trotz, seis veces campeón del Abierto de Palermo con La Espadaña.
“Lo más loco que vi es el fanatismo del Príncipe. Me toca jugar una exhibición, a beneficio, en el Guards Polo Club, en Windsor. Te mandaban carta con membrete con la invitación. Con todo el protocolo, qué tenías que decir y cómo le tenías que hablar: siempre terminando la frase con un “Sir”. A la cuarta pelota, si se te escapaba un rival, el Sir quedaba de lado. Al tipo no le importaba. Y después en el té había 20 invitados. Con todos los guardaespaldas alrededor. Estaba Lady Di también.
“Bueno, lo sentaron entre Carlitos Gracida (mexicano, 10 goles de handicap) y yo. Estar con nosotros era una fiesta para él, lo que lo divertía. Le fascinaba el polo y no jugaba mal. Te hablaba del partido. Se acordaba de todo. Era un partido a media máquina. Ganaba él, obvio. Había 5000 personas. Uno de los guardaespaldas venía cada 5 minutos a recordarle otro compromiso. Pero el Príncipe estaba chocho y lo sacaba cagando. Se quedó hasta más tarde, obvio”.
“No dejes de ir a Hurlingham”
La visita del príncipe Carlos a la Argentina incluía reuniones, agasajos, homenajes (a los caídos en la guerra de Malvinas), noche de tango. Y en medio de ello, el 10 de marzo, un partido de polo, siguiendo el consejo de su padre: “No dejes de ir a Hurlingham”. Un cotejo que, lógicamente, requería de su preparación. La seguridad, por ejemplo. Una comitiva de la embajada y del servicio de seguridad británicos estuvieron en enero en el club, con dirigentes. Haciendo una visualización, comprobando los accesos y los sitios donde podía estar el Príncipe, además de la cancha.

Ahora, bien, ¿con quiénes y contra quiénes jugaría? En primer término se habló de armar una exhibición con equipos de 20 goles de handicap. Pero después subió la calidad. “26 es un buen número”, se consensuó. Eran tiempos en los que los polistas argentinos iban seguido a Brunei por compromisos profesionales. Y una de las afamadas joyerías de la familia del Sultán, la británica Asprey, auspiciaba a ambas formaciones de Indios Chapaleufú, integradas por las dos ramas de la familia Heguy: Bautista, Gonzalo, Horacito y Marcos, por un lado, y Alberto (h.), Ignacio y Eduardo, por el otro.
“Nos eligieron a Horacito y a mí para jugar con el Príncipe y que nosotros organizáramos el tema de los caballos”, dice Eduardo Heguy (10 goles), líder de Chapa II y campeón de Palermo en 1996 (luego sumaría los de 1999, 2000 y 2004). Horacito (9) era el capitán de Chapaleufú, que ya había ganado cinco veces el máximo certamen del mundo (1986, 1991, 1992, 1993 y 1995; en 2001 ganaría el sexto). El cuarto jugador del equipo H.R.H. Príncipe de Gales era un militar: el capitán Mariano Cabanillas (4). Jugaban con la camiseta verde de Windsor. Y como rival, Hurlingham, con José Ramón Santamarina (5), José Ignacio Araya (7), Santiago Araya (8) y Mariano Zimmermann (6).

El Príncipe llegó el 9 de marzo por la mañana. Un día lluvioso que anticipaba el advenimiento del otoño. Cómo afectaría a la cancha era una incógnita. De todas maneras, el schedule preliminar no se alteraba. El petisero designado para el agasajado preparó las monturas y se le asignaron los caballos, cedidos por los hermanos Araya, los primos Heguy y Santamarina. Sólo faltaba jugar.
Y ya se había acordado lo más importante: que lo recaudado, en materia de sponsors, fuese destinado a beneficio. Desde 1994, Sir Charles sólo jugaba con fines de caridad. En este caso, Fundaleu y la Fundación Impulsar recibieron 50.000 dólares donados por Lloyds Bank y por Eagle Star.
Llegada y partida en helicóptero
Las zonas aledañas al Hurlingham Club estaban acordonadas, las invitaciones no excedían las 5000 y el público fue llegando. El habitué del polo, los curiosos que querían ver qué tanto jugaba el Príncipe, funcionarios del gobierno del presidente Carlos Menem y personalidades del ambiente artístico, como Mirtha Legrand, Susana Giménez y Teté Coustarot.
Con los jugadores en los palenques, cerca de las 15.25 un helicóptero que transportaba al Príncipe sobrevoló la zona y aterrizó en el green del hoyo 18 de la cancha de golf del club, que se ubica justo detrás de uno de los arcos. “Lo primero que quiso saber era si la cancha estaba segura luego de la lluvia del día anterior”, dice Santamarina. Una vez que le confirmaron que estaba todo en condiciones, se fue a cambiar al club house y a taquear a las canchas auxiliares. Alguna preocupación tenía: desde agosto que no jugaba y sabía que lo iban a estar observando especialmente. Algo lo tranquilizaba: uno de los jueces era su amigo inglés Robert Graham, que jugó mucho tiempo con él en Inglaterra y que vivió en Argentina.
“El ahora Rey Carlos III era un buen jugador. Yo me había enfrentado algunas veces con él en la Copa de Oro británica. Un back con recursos, buena equitación y que no le esquivaba al roce. Jugaba fuerte y le gustaba que fuera de igual a igual, no que lo trataras como un Príncipe. Cuando vino esa vez a Hurlingham ya tenía 2 goles y 50 años, pero conservaba el criterio para jugar. Sólo disputaba exhibiciones a beneficio”, afirma el Ruso Heguy, que le cedió su posición en la cancha (N° 4), para moverse como N° 3.

El partido, de cinco chukkers, fue parejo, se impuso el equipo de Sir Charles por 9-7, y mostró criterio para moverse en el campo de juego. Fue un encuentro con ritmo, sin pechazos comprometidos, y el invitado especial hasta se dio el gusto de pegar buenos golpes, algunos largos, de casi 60 yardas, y no estuvo lejos de convertir un par de tantos. Su desempeño fue, claramente, un aprobado.

Había quedado muy contento con el partido. Quiso tener una atención con el petisero y le regaló una billetera de cuero. Sin pounds, aclararon quienes estuvieron cerca del momento. Y en el podio, un premio especial. “Yo había ya encargado una copa para entregarle al ganador, pero el Príncipe me sorprendió cuando llegó al club. Me dio él un trofeo, que fue el que entregamos. Lo trajo especialmente desde Inglaterra”, cuenta Santamarina. Sir Charles se la quiso regalar en el podio al Ruso Heguy, que prefirió que el club decidiera su destino. “Es la copa que seguimos jugando en el club: la Príncipe de Gales”, acota Santamarina.

Luego del partido, hubo un cóctel para unas 300 personas, en la galería del Club House, bien señorial, bien british. Carlos tendría un detalle particular que no esperaba. Los dirigentes del Hurlingham habían tomado nota de un comentario que uno de los encargados de seguridad les había hecho en la visita previa de inspección en enero: que en eventos de esa clase le gusta tomar un aperitivo británico llamado Pimm’s. Averiguaron que un barman del Hotel Alvear los preparaba a su medida: con hielo, rodajas de naranja, trozos de frutilla, rebanadas de pepino, menta y lima limón, en un copón o vaso de trago largo. Una delicia, para sentirse como en Buckingham.
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Cuando El Ruso Heguy lo invitó a taquear en la cancha 1 de Palermo, el Príncipe quedó desarmado. Era una oportunidad única, dentro de un viaje especial que ya había tenido la particularidad de poder jugar en el mismo club donde había actuado su padre, que siempre le dijo que tenía “maravillosos recuerdos de su paso por la Argentina”.

Pero no pudo ser. “Me llamó la atención que me dijera que ‘tengo que pedir permiso’. Yo pensaba a quién le tendría que solicitar una autorización. Pero claro, todo tiene su protocolo en una gira así. Y la gente de seguridad no conocía el predio de Palermo: no lo había inspeccionado como hizo con Hurlingham. Entonces, esa chance se cayó, no había margen”, afirma Eduardo.
Tampoco pudo el Príncipe darse el gusto de ir a alguno de los campos de los jugadores a comer un buen asado argentino y quizá hasta disfrutar de las mollejas, de las que su padre era un fan empedernido, tal como confesó alguna vez Daniel González. Ese era un programa demasiado complejo para la custodia.

Y hubo una perla más. En 1966, cuando Felipe jugó en Hurlingham, el abuelo de Pepe Santamarina le había prestado un tordillo que le encantó. Y, de hecho, se la terminó regalando. Hombre poco detallista, Felipe tardó un año en mandarle una carta de agradecimiento…
Cuenta la leyenda que durante mucho tiempo, Felipe y su hijo no criaban ni compraban caballos de polo: sólo tenían los que les regalaban o los que les prestaban. Y Sir Charles, en su única visita, jugó curiosamente una tordilla, llamada Coqueta, que le asignó Santamarina para la exhibición. La montó en el segundo chukker y al volver al palenque le dijo a Pepe: “¡Qué buena que es tu yegua! ¿La puedo repetir en el quinto?”. Y la volvió a jugar nomás en el último período.

Luego del encuentro, el Príncipe le agradeció por la tordilla y Santamarina le contó la anécdota de su abuelo y de Felipe con el otro tordillo de la cría familiar. “Qué curioso que treinta años después, vos juegues en la misma cancha y con un caballo similar. Mi abuelo se lo regaló a tu padre”, le confesó. Rápido de reflejos, el Príncipe le dijo: “Bueno, tenemos que mantener esta tradición”. Pepe dejó los protocolos de lado y salió del paso como un torero: “No hay ninguna chance”. La Coqueta quedó en casa. Fue el día que no se cumplieron las tradiciones en Hurlingham.

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