Los aumentos del impuesto inmobiliario rural anunciados para las provincias de Buenos Aires, Entre Ríos y Santa Fe, entre otras, causan indignación entre los productores agropecuarios al darse justo después de una campaña en la que fueron fuertemente afectados por la sequía, y cuando un alto porcentaje de esas provincias se encuentra declarado en emergencia y desastre agropecuario por sus propios gobiernos.
La razón de esta mayor presión es el exorbitante aumento del gasto público que tiende al 50% del PBI, tomando los tres niveles de gobierno (nacional, provincial y municipal). O sea que, entre los tres ámbitos se gasta el equivalente a la mitad de todo lo que producimos los argentinos.
Esta situación es insostenible en el mediano y largo plazo, ya que el desorden fiscal obedece a la necesidad de cubrir gastos corrientes y, por lo tanto, estos recursos no mejoran el nivel de infraestructura y la capacidad productiva del país.
El fuerte aumento del gasto público impacta sobre las políticas monetarias y cambiarias, afectando la tasa de interés de largo plazo y, por lo tanto, la capacidad de inversión.
Por su parte, las provincias no defienden su cuota legal de coparticipación federal y están a merced del poder central para financiarse. Como resultado y para tapar sus crecientes agujeros fiscales, suben la presión tributaria sobre los sectores productivos sin el menor tipo de consulta previa.
Tal es el caso del campo, que enfrenta desmedidos aumentos en los impuestos inmobiliarios rurales.
En Entre Ríos, las subas se pretenden realizar violando la ley vigente, en un extremo afán recaudatorio, resultando en alzas superiores al 700% y que podrían dejar fuera del sistema productivo a un gran número de productores.
Recientemente se envió también un proyecto de ley al Congreso de la provincia de Buenos Aires con intención de aumentar significativamente este impuesto, hasta el 400%.
Pero no sólo suben las alícuotas de los impuestos inmobiliarios, sino también la valuación fiscal de las tierras, en lo que parece una bajada de línea del gobierno nacional para incrementar la recaudación del impuesto a los bienes personales, que el productor notaría recién en abril de 2013, y que traería subas exorbitantes. Se utiliza así el impuesto inmobiliario provincial, que históricamente tuvo como referencia el valor de lo producido y no aquel de la tierra, para subir el tributo a la tierra, en un ataque sistemático contra el derecho de propiedad. Pero nosotros no vendemos tierra, vendemos trigo y maíz (cuando el Gobierno nos deja), soja, carne, leche y otras producciones.
Las provincias aumentan las valuaciones de tal forma que la suba del impuesto a los bienes personales, que no es coparticipable, es tres veces mayor al aumento del inmobiliario rural, cuyo monto va a las arcas provinciales. Parecieran estar acatando una orden de la Nación para recaudar más para el poder central, en una coparticipación al revés.
Además, como las provincias no envían la coparticipación a sus municipios, éstos suben la tasa vial en un efecto dominó que recae siempre sobre el productor y que genera una triple imposición sobre la tierra, tornándose claramente. Terminaremos vendiendo hectáreas para pagar impuestos.
Resulta paradójico también que los gobiernos provinciales puedan aumentar sus valuaciones mientras que a los contribuyentes no se les permite ajustar sus balances por inflación provocando que las explotaciones tributen montos irreales y que, vía el pago de impuestos, licuen su capital de trabajo.
La sustentabilidad productiva está en juego para un sector que invierte $ 150.000 millones anuales, en un escenario que además sufre cierre de exportaciones, intervención a los mercados y falta de reglas claras a largo plazo.
Los impuestazos que se quieren llevar a cabo debilitan las perspectivas de crecimiento del campo a mediano y largo plazo y minan, a su vez, las posibilidades de desarrollo y de generación de empleo en todo el interior.