Opinión: los ni-ni de hoy serán los líderes del mañana
Más del 24% de las personas que en 2018 tenían entre 18 y 24 años por entonces no estudiaba ni trabajaba, según un informe que acaba de difundir la Universidad de Belgrano. Y ya estamos rasgándonos las vestiduras tildando la situación de terrible, inadmisible y más.
Si miramos hacia atrás, entenderemos que son “los hijos de la crisis”, nacidos entre 1994 y 2000: niños que no sabían si el mandato presidencial es de cuatro años o cuatro días y que ya de pequeños confundían peso con dólar, salario con plan y corralito con corralito. Es claro que cualquier cosa que nos sucede hoy es consecuencia de décadas de falta de pensamiento estratégico, sábanas cortas y cinismo político.
Pero, ¿qué se puede hacer mirando para adelante?
Hay cuatro aspectos a considerar y una buena noticia.
- “Debes aprender el valor del trabajo duro”, le decían a sus hijos nuestros abuelos o bisabuelos inmigrantes, mientras repetían la misma tarea una y otra vez para sobrevivir. En los últimos tres siglos, toda generación trabajó, en promedio, menos que la anterior. Así como en 1860 trabajábamos alrededor de 3000 horas al año (60 horas por semana), en 1920 pasamos a 50 y hoy ya estamos debajo de las 40 a nivel global. Cada vez hacemos menos tareas repetitivas y agregamos más valor en cada hora de trabajo, por lo que podemos trabajar menos para subsistir. Sucede en la India, en Europa y en la Argentina. En otras palabras, siempre dijimos y diremos “en mi época se trabajaba más”.
- “Mi hijo el doctor”. Con el estudio pasa algo diferente: para poder agregar más valor, en muchos casos, cada trabajador debe saber más que la generación anterior. Sin embargo, todavía hay oportunidades de aprendizaje corto en muchas áreas, como la programación y otras disciplinas creativas. Todos conocemos a un adolescente que mantiene a su familia jugando con la computadora, o transmitiendo por Twitch. ¿Vamos a seguir diciendo que eso no es trabajo?
- Las instituciones no entienden nada: tanto las educativas como las empresas y otros organismos están lideradas por personas formadas en el siglo XX, que no terminan de darse cuenta de que el mundo cambió -incluso en la Argentina-. Personas que todavía exigen que el empleado cumpla un horario en una oficina o no ven la hora de volver al aula. O peor: quieren que un joven de 17 años apueste cinco o seis años de su vida a una carrera de la que sin dudas no tiene suficiente información. El concepto de “carrera”, tanto laboral como educativa, ya no tiene paredes a los costados; cada vez vemos más y más mezclas, carreras ad-hoc y saltos que antes parecían ridículos. Tan ridículo como pensar que un economista graduado con honores en 1994 siga siéndolo en 2022, a pesar de no haber vuelto a tocar un libro sobre el tema. Cualquier semejanza con el autor de esta columna es pura coincidencia.
- “Efecto Argentina”: me encantaría tener estadísticas del grado de ansiedad de los argentinos, que esperamos resultados mágicos de cualquier decisión y, cuando no llegan, decidimos algo diferente, manteniendo vivo el péndulo perpetuo. ¿Qué puede hacer un individuo ante tanto vaivén, más que agarrarse de lo que venga? Así, el Estado se convirtió en una máquina de generar adictos a los planes sociales y las empresas en generar adictos al sueldo, que se abrazan a lo que tienen, creyendo que evitan todos los riesgos. Pero sin darse cuenta de que es ese riesgo el cambio que, a escala macroeconómica, genera una sociedad dinámica, emprendedora y creativa.
Estamos en el horno, ¿no? Hay una buena noticia y tiene que ver, como todo lo anterior, con el cambio tecnológico, que, al aumentar tanto la productividad en todas las áreas, deja margen para que existan ya varios experimentos de lo que algunos consideran el punto de unión, en el largo plazo, del capitalismo y el socialismo: el ingreso básico universal (UBI, por sus siglas en inglés), basado en la idea de que la meritocracia está muy bien, si las bases de las que partimos son más o menos las mismas. La tecnología eleva constantemente el nivel de vida base de los humanos, extendiendo su expectativa hasta niveles increíbles (recuerde el lector cómo nos reímos cuando un diputado argentino dijo que podríamos llegar a vivir hasta los 150 años), inventando soluciones a los problemas más candentes, llevándonos, un día, a otro planeta.
Aunque pensemos que “Argentina es diferente” (mientras usamos Netflix, Spotify y compramos criptomonedas), la tecnología derramará mejoras en la calidad de vida de toda la humanidad, sea en forma de ese UBI o de servicios directos, como por ejemplo sistemas de cloacas más eficientes, asfalto que dure más, alimentación más nutritiva y económica. Y, aunque nuestros líderes de hoy traten de evitarlo, no podrán.