Suecia no es El Dorado de los españoles sin trabajo
La buena suerte para Eloy Domínguez suena a calvario. Pero va de corazón. Habla despacio, con cautela y pesar. Convence con unos ojos muy abiertos, grandes, claros. Aquí, el camino de su suerte: estudió y mucho. Se formó en comunicación audiovisual y marchó a Barcelona para hacer un máster en documental creativo. Prácticas, muchas, pero ningún trabajo. Cumplió, como él siente, con su parte, y no halló recompensa. En junio de 2012 hizo la valija, metió 600 euros y voló a Estocolmo. "Sentí un gran alivio –confiesa– al tomar ese avión." Antes habían ocurrido más cosas.
Tras probarse en Barcelona, donde conoció a su novia, una chica sueca, tuvo que regresar a su localidad natal, Simes (Pontevedra). La empresa de construcción de su padre había cortado por lo sano; ya no había trabajo. Asomaba un posible desahucio. "Para ayudar a mis padres tuve que alejarme", admite Eloy desde un café-librería.
Llegó a Suecia y empezó en la construcción. "Aún recuerdo –dice con una mueca– cuando trabajaba con mi padre y me decía que o estudiaba o a la obra." Y ahí estaba, en la obra, donde tuvo que pernoctar en unos inicios muy difíciles en Estocolmo. Del andamio a un festival de cine y, ahora, a sus 28 años, a trabajar de camarero. Aquí llega la suerte. Básicamente porque tiene trabajo, porque con su novia en Estocolmo lograron vivir en el sótano de unos jubilados; porque su relación le abrió las puertas a obtener el personnummer, número de identificación esencial para ser un ciudadano más, y porque empezaba a sacudirse la sensación de culpa que sentía.
¿Y ahora? "He tenido suerte, es un cambio positivo, siento que aprendo y prefiero ser puteado aquí." No quiere oír hablar de volver. Más radical suena Miguel Arce, ingeniero de caminos de 32 años. "¿Para qué volver cuando descubres que en otros países se está mejor?" Llegó a Estocolmo en julio, dos meses después de que su empresa le echase.
A Miguel le gusta viajar. Ya lo hacía desde el departamento de exportaciones en el que trabajaba. El olfato y su amor por Estocolmo lo empujaron a aprender algo de sueco. Aun así, con su determinación –"tomé la decisión de irme en una semana", relata desde una terraza del centro–, con su chapurreo de sueco y una indemnización en el colchón, la primera impresión es clara: "Empezar aquí sin recursos es imposible". O casi. Este es su plan: primero, machacar el sueco; luego, buscar empleo y, mientras, hacerse un hueco entre los de allí. "Tenemos algo que ofrecer, la forma de ser... Eso gusta."
Pero eso no paga los 800 euros al mes que le pedían por una habitación. Duerme por unos 300 en el sofá de un amigo. Hace lo que quiere y por eso se dice afortunado. Aunque no se olvida de España: "Apúntate esto", pide a su interlocutor: "¿Qué te parece que tras estudiar en un colegio público, en la universidad pública, ahora se lo devuelva a Suecia?"
Suecia cuesta dinero y sacrificio. No es un país de ensueño, pese a su 8,1% de desempleo. El inglés puede valer para tirar, pero el salto llega con el dominio del sueco, un empleo, el temible personnummer... Y, por tanto, no es raro, como indica el personal diplomático español, que haya licenciados que soliciten incluso la plaza de chofer de la embajada.
Rebeca Luna nació en Mataró hace 24 años. Hoy es ingeniera industrial, una de esas especialidades, muy dura, a las que antaño les sobraban salidas. "Tú mismo te lo vas diciendo cuando estudias", recuerda Rebeca. El 25 de junio de 2012 llegó a Estocolmo para trabajar en prácticas en el desarrollo de maquinaria para la radioterapia contra el cáncer. Su sueldo estaba por debajo del mínimo interprofesional, pero vivía en un piso de estudiantes. No conocía a mucha gente, le costaba el idioma y entender su mentalidad.
"Los suecos eluden el conflicto", explica junto a la estación central de la capital, "pero me integraron y les interesaba lo que yo decía". La empresa fue mal. Regresó en mayo a su tierra, aunque sólo por un mes. Ha logrado un empleo en las oficinas en Suecia de la red universitaria Aiesec. "Ahora me siento inmigrante y eso choca –admite Rebeca–. Pero mis padres pasaron por cosas peores."
De todo tiene que haber, según Alberto, de 36 años, natural de León. Estudió biblioteconomía y documentación, y se marchó a vivir a Suecia cuando la crisis en España asomaba la patita. "Ya veía yo entonces cosas muy raras", recuerda mientras pasea por el céntrico barrio de Östermalm. "No tenía miedo ni al fracaso ni al éxito, pero tuve la oportunidad de vivir en Estocolmo."
Ha trabajado de lavaplatos, en una fábrica llevando el inventario... Ha estudiado con tesón, sobre todo el idioma, para hacerse sitio en un mundo cerrado. "Me lo he currado mucho, de verdad", insiste Alberto hasta convencer de que no tuvo un camino de flores. Desde hace cuatro años da clases a hijos de inmigrantes. Lo que dejó atrás no es suficiente para querer regresar. "Es muy triste lo que pasa." Le da pena España, lo que ve y lo que su país escupe hacia fuera. "Yo he tenido suerte, pero he conocido gente que se vino y lo perdió todo." No es Suecia, precisamente, El Dorado.
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