Una comparación entre la crisis de principios de siglo y la actualidad
La recesión es el gran problema de nuestra economía, cuyo repunte se viene prometiendo desde hace un año y será un factor crucial para los comicios de octubre.
Nunca un momento histórico es enteramente igual a otro. La clave para aprender del pasado reside en verificar en qué medida se reproduce el comportamiento de las principales condicionantes de un fenómeno.
Un período relevante, por la profundidad de la contracción, fue 1997-2002. Los niveles de inversión eran elevados y la infraestructura estaba recién renovada, el salario real era alto, la economía acumulaba un buen colchón de ahorro y la inflación era muy baja. Sin embargo, con el paso del tiempo, la salud económica se fue agravando y nos precipitamos en una depresión de magnitud nunca vista.
Como ahora, aquellos años estuvieron caracterizados por un alto gasto fiscal y un tipo de cambio que se mantuvo fijo.
No experimentábamos una verdadera deflación (esto es, de la entera estructura de precios nominales); muchos precios se derrumbaban mientras que otros -de fuerte impacto en las canastas de consumo- subían. La contracción de la actividad obedecía a una sobrevaluación de bienes y servicios locales, que se encarecían más y más en términos de dólar.
En aquel momento escribí a P. Krugman, que recomendaba salir de la convertibilidad, explicándole que los marcos regulatorios y el continuo incremento del gasto estatal frustrarían el impacto de una devaluación sobre esa porción de precios domésticos, por ser absolutamente inflexibles a toda baja, nominal o real.
Había cinco áreas de precios inflexibles, que no detenían su alza nominal, en un contexto de caída del resto de los precios. Correspondían a bienes y servicios provistos por monopolios u oligopolios de derecho (protegidos o consagrados por leyes y reglamentaciones), y cuya demanda es muy inelástica:
1. Las concesiones de servicios públicos establecían que los valores en dólares de las tarifas debían ajustarse por la inflación estadounidense: una devaluación no las afectaba.
2. El precio del petróleo, que se desplomó en el mundo luego del "9/11", en la Argentina apenas descendió $ 0,01 en las semanas posteriores.
3. La tasa local subía y el riesgo país marcaba récords históricos.
4. Los impuestos no hacían más que subir para financiar el barril sin fondo del Estado, que perdió en 2001 el acceso a los mercados de deuda.
5. Los salarios, que según las normas argentinas sólo pueden aumentar, nunca bajar.
La suba continua de estos precios horadaba los presupuestos familiares, colapsando el consumo de bienes de demanda elástica. Fábricas y comercios, ahogados por ventas en caída libre y el alza de costos, tuvieron como única escapatoria el despido de personal, con lo que se reforzaba el espiral recesivo, pues la desocupación contraía más la demanda, conformando un círculo letal.
Si tomamos, por caso, 1999, hay diferencias notables con nuestro presente en punto a niveles de inflación, inversión e infraestructura. Pero el parecido no es menor en cuanto a atraso cambiario, que -al compás de una inflación mucho mayor- se agiganta mientras las autoridades se obstinan en negar, aun cuando pasen frente a sus ojos masivas peregrinaciones hacia países fronterizos.
Y las similitudes se repiten en relación con las áreas de precio comentadas. Así como en aquella época las tarifas incrementaban su precio relativo, hoy su necesaria recuperación comporta también un alza en términos reales. El precio de los combustibles se ha disparado, tanto respecto del valor internacional como de la inflación. Las tasas activas son altas para la escasa demanda del sector productivo. En cuanto a las negociaciones salariales, está claro que, aun cuando las subas fueran inferiores a la inflación proyectada, no se corresponden con incrementos de productividad ni con la marcha de las ventas ni las ganancias.
Por último, como el gasto estatal no para de acelerar y el contexto crediticio se muestra crecientemente desafiante, la carga impositiva -que alcanzó topes nunca vistos- tiene un recorrido asegurado a la suba.
Los precios relativos en alza de estos bienes y servicios continuarán reduciendo el ingreso disponible de los hogares e incrementarán los costos empresarios, comprimiendo el consumo y los resultados netos. Esto no significa que necesariamente nos encaminemos al mismo final. Pero son interacciones que merecen atención. Recientes decisiones, sin embargo, parecen ignorarlas.
La nueva matriz tarifaria para los peajes respeta la lógica económica de que a mayor demanda corresponda un mayor precio. Lo que es descabellado es la magnitud de los aumentos, de hasta 120 por ciento. El gasto mensual para quien vive en la zona norte puede trepar a $ 3300, mientras que quien está en el oeste podría ascender a $ 6600; una mayoría de quienes usan esas vías -sea en auto o en chárteres- no pueden alterar sus horarios de trabajo y sufrirán un enorme tarascón a sus ingresos, afectando a varios integrantes de un mismo hogar. ¿Algún funcionario consideró este impacto?
Otra medida -alentada por el Banco Central- que implica nuevos sobrecostos es el exorbitante descuento de 1% + IVA que los bancos cobrarán por depósitos en efectivo. Nuevamente, nos preguntamos si se han estudiado sus alcances económicos y financieros: los comercios mayoristas, supermercados, estaciones de servicio, casas de electrodomésticos, farmacias y recaudadores de servicios públicos trasladarán este costo a sus márgenes.
Con una mirada positiva, se podría colegir de estos desatinos una deficiente coordinación en un gabinete económico de una docena de ministros. Más preocupante sería que, habiendo sido discutida, sus costos y riesgos hayan sido subestimados.
Teniendo a la vista las similitudes con la mecánica recesiva que padecimos cuando despuntaba el siglo, es hora de que alguien advierta de que se está jugando con fuego.
El autor es economista
Agustín A. Monteverde
LA NACION