Adulterio: propuesta irrazonable
En una entrevista periodística, la conocida abogada mediática Ana Rosenfeld lanzó una sorprendente moción que no dudamos en calificar de irrazonable. Propuso volver a tipificar el adulterio como delito. No se aclara si se refería al derogado delito penal de adulterio o al delito civil, es decir, la violación al deber de fidelidad que para el Código Civil constituía causal de divorcio. Pareció más bien que se refería al ámbito civil. Lo cierto es que, según la abogada, las causales de divorcio deberían reimplantarse.
El Código Civil y Comercial actual dejó de lado la noción de culpa y eliminó las causales de divorcio al instalar el divorcio por decisión unilateral de uno de los esposos, al cual no es posible oponerse por lo que se decreta sí o sí, cualesquiera fueran las diferencias entre las partes sobre otros aspectos de la relación.
En cuanto al deber de fidelidad, se lo redujo a un “deber moral”. Ya no es más un ilícito civil. Por cierto, el deber de fidelidad excede la noción de adulterio, referida a la violación a la exclusividad matrimonial en materia de comunicación sexual, pero el adulterio como causal no existe más.
La propuesta de la abogada importa contradecir la filosofía que, bien o mal, impregnó toda la reforma del derecho de familia en cuanto a divorcio se refiere, eliminando la noción de culpa, condenada desde la psicología, habilitando a cualquiera de los esposos a iniciar el trámite de divorcio, fuera cual fuese su conducta matrimonial, y descartando que la otra parte pueda oponerse. O sea, habrá divorcio ya sea por petición unilateral o de común acuerdo. Con ello desaparecieron los juicios de carácter contencioso en esta materia, con ambas partes atribuyéndose recíprocamente la culpa de la ruptura matrimonial.
Aparentemente, la doctora Rosenfeld añoraría aquellas épocas de combates judiciales, pero no parece razonable que se pretenda retrotraer la situación.
Las críticas que desde estas columnas dirigimos hacia quienes practican una abogacía de claro tinte mediático apuntan a que, a menudo, quienes la ejercen, envueltos en esa lógica bullanguera de atraer público en un afán por exhibirse constantemente, suelen excederse en los comentarios sobre los juicios en trámite a su cargo, incluso revelando los nombres de sus representados, aprovechando que el público radial, televisivo y de cierta prensa gráfica –además de muchos de quienes abrevan en redes sociales– tienden a ligar lo que las imágenes les presentan con lo deseable y lo bueno. La abogacía tradicional ve en esta constante exposición una violación a la ética profesional y recomienda a los abogados ser recatados, conscientes de que sus estudios muchas veces se convierten en confesionarios debiendo respetar el secreto profesional y evitar cualquier conflicto de intereses sin mencionar quiénes son sus clientes, mucho menos, haciendo referencia pública a honorarios, preservando a sus clientes en materia de publicidad, entre otros numerosos cuidados que se exigen como la mejor forma de encarar la profesión.
Nada hay de delictual en esa modalidad profesional que luce tan vistosa a los ojos de un público ávido de secretos de alcoba. Merece, en cambio, una objeción ética, entendida como la que se recomienda para las buenas prácticas profesionales.