Divorcios sin abogados
Un proyecto de ley enviado al Congreso por el Poder Ejecutivo incluye la alternativa de que dos personas se divorcien, si quieren, mediante una comunicación a la oficina administrativa que haya inscripto su matrimonio. Hoy los cónyuges pueden pedirlo solamente ante un juez y están obligados a contar para eso con la asistencia de dos abogados, uno para cada uno, aunque estén de acuerdo en todo.
Como la elección del divorcio administrativo no requeriría de abogados, el Colegio Público de Abogados de la Capital Federal opinó que el proyecto es “perjudicial a los intereses de los justiciables” y que “deja en clara desventaja a la parte más vulnerable”. Se trata de una defensa corporativa que no viene acompañada de suficientes fundamentos como para debatir con seriedad la iniciativa.
Por obvio que parezca, ninguna autoridad administrativa resolverá conflictos entre los cónyuges sobre el destino de sus bienes o sobre cuestiones vinculadas con sus hijos menores, algo que seguirá siendo asunto de los tribunales y de los abogados.
Como suele ocurrir, se enarbolan las “incumbencias” de la profesión, que tienen poco que ver en el asunto. Una cosa es la licencia de alguien para hacer algo que tienen prohibido al resto de los mortales y otra es la obligación de contratarlo. Solamente los médicos pueden prescribir psicofármacos, pero las personas adultas y capaces no están obligadas a visitar un psiquiatra cada vez que tienen problemas emocionales.
Los abogados tienen atribuciones exclusivas razonables, como patrocinar una demanda o su contestación. También la ley les da otras que no son para nada exclusivas, como la de “evacuar consultas jurídicas”, porque de hecho y pacíficamente eso lo hacen también escribanos, contadores, agentes inmobiliarios, despachantes de aduana. Pero los abogados son, además, beneficiarios de una obligación de contratación en algunos asuntos judiciales. No se puede litigar en asuntos civiles o laborales sin abogados (las leyes no son muy coherentes: sí puede alguien defenderse solo ante un tribunal penal que podría mandarlo a la cárcel). Que solo un abogado pueda patrocinar a un litigante no es conceptualmente lo mismo que la obligatoriedad de contratarlo en un asunto no controvertido, como un divorcio o una sucesión totalmente acordadas, nada más que porque de él podría surgir un conflicto, algo que podría predicarse de cualquier interacción humana.
La ley vigente ha convertido al matrimonio en el contrato más fácil de disolver, porque cualquiera de las partes puede obtener el divorcio solo pidiéndolo, sin necesidad de que su cónyuge esté de acuerdo y sin invocar ninguna causa. De modo que en esos casos el “juicio” de divorcio no es tal, porque el juez no tiene nada para juzgar. No se presenta ninguna situación que involucre el ejercicio del derecho de defensa, fundamento a su vez de la conveniencia del asesoramiento de un abogado.
Existen varias situaciones en las que la contratación obligatoria de abogados y notarios carece de fundamento al tiempo que agrava la congestión de los tribunales y encarece la gestión de los asuntos judiciales y extrajudiciales de los ciudadanos. Por ejemplo, en la ciudad de Buenos Aires, una persona necesita contratar a un abogado incluso para ir a decirle a un mediador (un tercero que no tiene ninguna autoridad para resolver nada) que no tiene interés en conversar confidencialmente sobre el valor de un guardabarros. Si no concurre, o si concurre para decir eso sin un abogado, el Ministerio de Justicia debe hacer de cuenta que no ha concurrido y multarlo. El multado podría ganar después el pleito aunque no contestara la demanda.
Contratar abogados no es obligatorio para divorciarse en muchísimas partes del mundo. Italia, por ejemplo, eliminó el requisito en 2014. En los Estados Unidos, las leyes permiten que en cualquier asunto civil las personas litiguen pro se, sin abogados. Los jueces suelen desaconsejar esa elección en la primera oportunidad que disponen advirtiendo a los litigantes que podrían perder el juicio por desconocer una regla procesal, pero no pueden impedir que personas adultas y capaces elijan eso. Entre nosotros parece primar la desconfianza sobre la aptitud de las personas para cuidar sus intereses y asumir riesgos, y la necesidad de protegerlas aunque no lo hayan pedido.