El mural de Páez Vilaró
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Sobre la medianera del local donde durante décadas funcionó el famoso bar Rond Point, actualmente una concesionaria automotriz, en la esquina de Tagle y la avenida Figueroa Alcorta, se encuentra el único mural en la vía pública de Carlos Páez Vilaró, fallecido en 2014. La intemperie, el tiempo transcurrido y la falta de mantenimiento han dañado sensiblemente la obra del artista uruguayo. Su familia, vecinos y autoridades de ese país en la Argentina han manifestado su preocupación por ese estado, cada vez más deteriorado.
La obra cumplió 30 años en 2019 y, a pesar de que se trata de una pieza emblemática, no está declarada como un bien de patrimonio cultural de la ciudad, conforme la ley 1227. Las autoridades porteñas han prometido restaurarlo –a través del programa de mecenazgo, que financia proyectos culturales–, pero nada ocurrió hasta el momento. El proyecto de construcción de un edificio en esa esquina impone irremediablemente su traslado; caso contario, se perderá.
Según aclaró Agó, una de las hijas de Páez Vilaró, no fue su padre quien personalmente pintó el mural. “Se trata de una reproducción. Él realizó el diseño a una escala menor. Se contrató a otras personas que lo llevaron a esas dimensiones. Pero la documentación de la obra perdura, por eso podría ser replicado”.
La imagen de Carlos Gardel protagoniza la obra. En 1989, fue trasladada al muro por expertos en gigantografías. Páez Vilaró, quien se sentía un pintor del medio del río tenía previsto reflejar una síntesis de la ciudad desde su segunda fundación. Por eso, esta pintura reúne varios elementos representativos de la cultura porteña.
La figura del Obelisco hace las veces de corbata del cantor, la Avenida 9 de julio recorre el cuello de su camisa. Se identifican también, a la izquierda, las usinas de los barrios Barracas y Parque Avellaneda en las que Páez Vilaró tuvo los primeros trabajos que lo acercaron al arte en la década del 40. Siluetas edilicias y cúpulas que son emblema de la ciudad, el Cabildo, el Congreso de la Nación, el puerto, un barco con el nombre del primer hijo argentino del artista, Sebastián, el jockey Irineo Leguisamo, un canillita, Maradona, una pareja de bailarines de tango y el característico sol de muchas de sus obras remata la composición.
“La obra está incompleta, porque hace unos años le recortaron el sobrero para instalar un cartel publicitario que hoy ya no existe”, se lamenta su hijo Florencio.
Poner en valor la referida pieza, ya sea trasladándola o replicándola nuevamente en otro emplazamiento para que no quede sepultada detrás de un edificio, es el primer paso. Deberá ser también declarada patrimonio cultural, un símbolo de Buenos Aires y del sentir de todos los argentinos.
LA NACION