Familia y televisión
Según un reciente trabajo publicado en la revista de la Asociación Estadounidense de Pediatría, un porcentaje considerable de los chicos que miran televisión durante una o dos horas diarias entre su primero y tercer año de vida sufrirán "problemas de atención" cuando lleguen a los siete años. Investigadores de la Universidad de Washington, del Departamento de Salud y del Centro Médico Regional de Niños, todos de la ciudad de Seattle, estudiaron la conducta de 1278 chicos de un año y de 1345 de tres años. Un prolijo trabajo de seguimiento demostró que el 10 por ciento de esos menores padecía, a los siete años, una "deficiencia de atención" para el cumplimiento de sus tareas diarias.
El resultado coincide con lo demostrado por investigaciones anteriores, a través de las cuales se verificó que la televisión puede reducir los intervalos de atención en los niños. La observación concuerda con las recomendaciones formuladas por la Academia Estadounidense de Pediatría acerca de que los menores de dos años no deberían mirar televisión. Los especialistas consultaron a los padres sobre los hábitos de sus hijos como televidentes y clasificaron sus conductas a los siete años según una escala de medición similar a la que se utiliza comúnmente para el diagnóstico de los trastornos de déficit de atención.
En realidad, además de las conclusiones de los estudios médicos y neurológicos, existen otros motivos para considerar que los niños no deben mirar televisión sin el debido control de sus padres o responsables. Diversos estudios han demostrado que la pantalla aparece asociada con la agresividad, con la violencia y con la falta de apego a los buenos modales y costumbres, todo lo cual repercute de manera altamente desfavorable en los comportamientos cotidianos de los chicos.
Lo dicho se aplica también a la difícil etapa de la adolescencia. Una rápida recorrida por los distintos canales, especialmente los de la llamada televisión abierta, permite advertir el auge que tienen, en los programas televisivos de nuestro tiempo, ciertos contenidos y ciertos estilos que, dirigidos preferentemente a los jóvenes, promueven las confesiones íntimas o las conductas vinculadas con la vida sexual.
Lo más sorprendente no es que estos programas existan y que se transmitan en los horarios en que los niños y los adolescentes están, por lo general, frente al televisor, sino que el tema haya pasado casi inadvertido para un mundo adulto que, seguramente, no sintoniza esos canales ni se interesa por sus contenidos. Sirve como indicador escuchar el lenguaje que se utiliza en esos programas y comprobar la profunda diferencia que existe entre la franqueza y la vulgaridad, entre libertad de expresión y ramplonería. No se trata de propiciar conductas mojigatas ni de condenar que se toquen explícitamente las cuestiones relacionadas con la sexualidad, sino de examinar la forma en que esos temas, tan importantes y delicados, se abordan a través de medios masivos de comunicación, sin los cuidados de forma, de fondo y de estilo que aconsejan la prudencia y el buen juicio.
El problema no reside en el hecho de que estos programas existan, sino que su elevada audiencia se sitúe en las franjas del público menor de edad. Se advierte una preocupante incapacidad de la sociedad para ofrecer a las nuevas generaciones una visión serena, amable y responsable de las relaciones afectivas y de la sexualidad. La televisión emite, en buena parte de su programación, no sólo imágenes plagadas de violencia, de crueldad afectiva y de traiciones, sino también de vivencias que exaltan el egoísmo, la codicia y otros disvalores, en abierta contradicción con los principios que se difunden en las escuelas y que se admiten generalmente como pilares de la educación y la cultura que deben transmitir los establecimientos oficiales de enseñanza.
El fenómeno que están generando, en algunos aspectos, los medios masivos de comunicación es de tal naturaleza que todos los actores sociales deberían sentirse obligados a asumir responsabilidades en ese terreno.
La responsabilidad social de quienes producen, sostienen y difunden contenidos mediáticos es indiscutible. Sin embargo, las familias, las instituciones educativas y los poderes públicos tienen en sus manos la posibilidad de influir para preservar al público menor de los contenidos mediáticos nocivos. No es razonable que se estimulen a diario conceptos y visiones del mundo radicalmente opuestos a los que la propia sociedad trata de alentar día tras día en el ámbito educativo, tanto en la esfera pública como en la privada, mediante una descomunal inversión material y cultural.
A la negligencia de muchos padres, que se desentienden de la obligación moral de controlar lo que sus hijos menores leen, ven y oyen en los medios de comunicación, se suma la despreocupación de muchos educadores que, en un mundo mediatizado, no han cobrado aún conciencia de que enseñar a percibir críticamente los contenidos mediáticos es el gran desafío alfabetizador de la hora. Y a todo ello se agrega la completa indiferencia de los poderes públicos, que siguen mostrándose incapaces de aplicar la legislación que establece un régimen de protección al público menor de edad. Esa suma de omisiones pesa hoy como una hipoteca sobre el futuro cultural de la Argentina.