La coparticipación federal y la discriminación contra la CABA
Los últimos parches al sistema de reparto de fondos federales solo han servido para los beneficiarios del capitalismo de amigos y las oligarquías provinciales
Tras no llegarse a un acuerdo en la última audiencia de conciliación, la convocatoria de la Corte Suprema de Justicia a los gobiernos nacional y porteño para resolver el conflicto suscitado por la reducción de la coparticipación federal a la ciudad de Buenos Aires recobra fuerza. La apuesta del máximo tribunal de la Nación, dirigida a encontrar una solución de consenso a la controversia, ha propiciado, nuevamente, reacciones en miembros del gobierno nacional incompatibles con el artículo 109 de la Constitución, que prohíbe al Poder Ejecutivo ejercer funciones judiciales o arrogarse el conocimiento de causas judiciales pendientes.
La presión de la Casa Rosada se corporizó en la organización de una reunión de gobernadores, quienes se presentaron como amicus curiae de la causa en una nota presentada ante la Corte. Fue el de Santiago del Estero, precisamente una provincia en la que el Poder Judicial se encuentra claramente subordinado al poder político, quien se dirigió a los gritos a la Corte Suprema. No está de más recordar que cuando el superior tribunal santiagueño declaró inconstitucional la propia Constitución provincial por prohibir una segunda reelección de Gerardo Zamora, fue la intervención de la Corte Suprema de Justicia de la Nación la que impidió semejante atropello.
Por su parte, el ministro del Interior, Eduardo de Pedro, propuso la elección popular de los integrantes de la Corte, un disparate que no podría concretarse sin una reforma constitucional previa.
No está de más repasar la situación que ha suscitado estas reacciones. La ciudad de Buenos Aires contribuye con un 20% de la recaudación nacional. Solo la provincia de Buenos Aires, otro distrito discriminado, aporta más al PBI nacional y, por ende, a la recaudación fiscal. Hasta 1966, la entonces Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires recibía seis puntos de coparticipación federal. Al inicio de la dictadura del general Juan Carlos Onganía, se le redujo al 2,8% con el pretexto de que la política de tránsito se había transferido a la Policía Federal. Años después, en la dictadura de 1976 se transfirieron a la ciudad las escuelas primarias y el subterráneo sin las partidas correspondientes. La coparticipación se le disminuyó en otro punto en la década del 80. Y en los años 90 también se le transfirió la educación secundaria.
Desde la reforma constitucional de 1994, la ciudad ha dejado de ser un municipio, ha recibido la policía y las atribuciones en materia de justicia que le corresponden por su autonomía similar a una provincia.
Del mismo modo, la contribución de la ciudad de Buenos Aires al distrito bonaerense es notoria en materia de salud pública, educación y, sin duda, como fuente de trabajo de muchos habitantes del conurbano.
La cuestión de la coparticipación federal es uno de los temas sin resolver desde la reforma constitucional de 1994, pese a que esta dispuso la sanción de una ley sobre ese particular en el transcurso de un año.
La primera ley de coparticipación federal, que data de 1935, tenía en cuenta, para distribuir los recursos, la recaudación en cada provincia. Eso fue variando con el tiempo, distinguiendo entre provincias consideradas pobres. En realidad, a través de diversos organismos nacionales, todas las provincias recibían recursos nacionales, como los ferrocarriles del Estado, las obras sanitarias o las rutas a cargo de la Dirección General de Vialidad, sin olvidar los aportes desde el inicio de la organización nacional en materia de instrucción pública.
Los cambios en la coparticipación federal han traído como resultado enormes distorsiones, pues, en realidad, se subsidia a los sectores de mayores recursos de las provincias más rezagadas, que a su vez expulsan pobres hacia las regiones más desarrolladas, como Buenos Aires, Santa Fe o Córdoba. El conurbano bonaerense es una muestra clara de estas deformaciones.
Las distorsiones no afectan solamente a la provincia y la ciudad de Buenos Aires. Por ejemplo, Mendoza, que aporta el 3,7% del PBI y tiene dos millones de habitantes, percibió en 2019 unos 60.000 millones de pesos, mientras La Rioja, con el 0,7% y 400.000 habitantes, recibió poco más de la mitad que Mendoza.
La iniquidad en el reparto ha generado apatía en numerosas provincias, desmotivadas para mejorar la recaudación de recursos propios, como lo muestran Formosa, La Rioja o Santiago del Estero, en las que los ingresos propios apenas cubren entre el 5% y el 12% de sus presupuestos provinciales. Otra cuestión es la calidad del gasto, como lo vemos en abultadas plantillas de personal, en legislaturas más caras que las de CABA o Buenos Aires, como es el caso de Tucumán; los índices educativos catastróficos o la concreción de obras suntuarias en las ciudades mientras las rutas que sirven a la producción están en estado lamentable, como sucede en Santiago del Estero, a lo que se agrega en varias provincias la falta de inversión en servicios esenciales como el agua potable o las cloacas.
El país necesita una política de desarrollo que incluya solucionar los desequilibrios regionales. La experiencia de las últimas décadas con los parches al sistema de coparticipación, como los regímenes de promoción industrial, ha sido un fracaso que solo ha servido para subsidiar a los beneficiarios del capitalismo de amigos, propiciando el fortalecimiento de las oligarquías locales.
Por eso urge estudiar y cumplir con lo dispuesto en la reforma constitucional, con un régimen transparente, equitativo y que fomente la inversión productiva en vez del subsidio al atraso y a los regímenes patrimonialistas que son los que mantienen convenientemente en la pobreza a sus pueblos.
Las presiones a la Corte Suprema por parte de algunos de esos gobernadores, incluso de algunos como el de Santiago del Estero, denunciado ante la ONU por violación de los derechos humanos, dejan en evidencia el escaso apego de esos personajes a las instituciones republicanas.
LA NACION