La inflación venenosa
No se trata solamente de un problema monetario, sino de una cuestión moral. La inflación tiene muchas dimensiones y la peor suele ser soslayada: como un veneno, causa la mayor parte de los conflictos que asedian a la sociedad argentina y que frustran los sanos intentos de construir una nación normal, con un lugar digno para todos. La inflación es causa de los paros, los piquetes, los cortes de rutas. La inflación es motivo de las huelgas docentes, los días sin clases, el agotamiento de los maestros, el malestar de los alumnos. La inflación paraliza los hospitales, interrumpe las cirugías, atesta las guardias. La inflación impulsa tensiones familiares, disputas entre esposos, conflictos entre padres e hijos. Fogonea el abandono escolar e indirectamente la proliferación del paco y del delito. Provoca altas tasas de interés, fuga hacia el dólar, ausencia de crédito, quiebra de empresas. La inflación significa despidos, aumento del desempleo, de la pobreza, de la indigencia. La inflación es sinónimo de especulación financiera y cortoplacismo. Es desaparición del ahorro, muerte de la inversión y de la moneda.
La inflación angustia a quienes tienen ingresos fijos, carcome los sueldos, esfuma las jubilaciones, aniquila las pensiones. Invita a demorar los pagos, a incumplir las promesas, a postergar los vencimientos, a sumar y restar constantemente. La inflación vacía los changuitos; impide las comparaciones; desvanece los productos, les rebaja la calidad, les reduce el tamaño. La inflación sobresalta con cambios impredecibles, inutiliza el presupuesto mensual, deteriora el cálculo semanal, altera la cuenta diaria. La inflación enciende protestas súbitas, promueve malestar colectivo, engendra reacciones antisistema, causa rencor contra la política y puede ocasionar desbordes autoritarios.
Si todo eso es así, cabe preguntarse: ¿por qué los gobiernos no aciertan a extirparla y optan por gradualismos que evitan hacerle frente?
Hay una visión difundida que atribuye la inflación a la puja distributiva. Es decir, a la carrera de precios y salarios, donde los más fuertes se abusan de los más débiles. Dicho de otra forma, las grandes empresas harían valer su poder oligopólico para imponer condiciones en un mercado imperfecto. Sin embargo, ese diagnóstico solo contempla la etapa final del fenómeno: la puja distributiva "económica", cuando el mar de pesos ya ha inundado la plaza y solo queda tratar de flotar para no ahogarse. Es como un dique que ha rebalsado por exceso de caudal de agua y se echan culpas entre quienes intentan sobrevivir en el desastre.
La verdad es que la puja distributiva relevante es política y ocurre en una etapa anterior al diluvio. Cuando el Estado sube sus gastos en forma desmesurada, sabiendo que no podrá atenderlos con recursos corrientes y que deberá recurrir al endeudamiento o la inflación. En la metáfora del dique fracturado, el momento crucial ocurre cuando los gobiernos aprueban el vuelco de aguas con desmesura, para satisfacer objetivos políticos inmediatos, aunque luego se ahoguen las poblaciones y se destruyan sus viviendas. Esa es la verdadera puja distributiva, que todos prefieren ignorar, distrayendo la atención sobre quienes luchan para salvarse cuando la debacle ya no tiene marcha atrás.
Suele decirse que la inflación es inevitable, pues está en juego la paz social; que debe evitarse un estallido; que no debe dañarse el tejido colectivo. La realidad es que el poder político se asienta sobre múltiples componendas que, a través del tiempo, han urdido dirigentes con grupos de interés, autoridades nacionales con gobernadores provinciales y estos con dirigentes municipales. Hay antiguos nudos anudados por sindicalistas con políticos. Hay otros, amarrados por operadores profesionales con funcionarios de turno y asegurados con fallos que sonrojan. Y así se va incubando el huevo inflacionario, en forma inadvertida, para construir poder, beneficiar a grupos de interés, retribuir a militantes o confirmar ideologías.
Esa puja distributiva se ha consolidado mediante leyes, decretos y resoluciones creando entes innecesarios; aumentando plantas de personal redundante; posibilitando asesores inoperantes con más asistentes, pasajes y viáticos; congelando tarifas, subsidiando actividades, eximiendo otras; jubilando sin aportes o con privilegio; concediendo pensiones desvergonzadas; otorgando créditos de favor, amañando obras públicas, inflando precios, manteniendo empresas innecesarias, fomentando actividades que destruyen valor o desviando fondos estatales a usos sin controles.
Con la mejor buena fe, miles de personas han obtenido empleos superfluos en reparticiones administrativas, en tribunales, en legislaturas con cúpula o con peristilo, en entidades autárquicas o en empresas tercerizadas. O han sabido lograr una jubilación inmerecida o una prebenda inmotivada. Son hechos consumados, difíciles de retrotraer sin vocación y poder real de hacerlo.
Las leyes, los decretos y las resoluciones que blindan estos desequilibrios fiscales conforman el universo de los "derechos (mal) adquiridos" que alimentan toda una industria de reclamos, juicios, medidas cautelares y de no innovar. Cuando los afectados son muchos, allí estarán también muchas cámaras empresarias; los sindicatos; los ministros; los gobernadores haciendo llamadas, pidiendo audiencias y diluyendo con excepciones cualquier intento de modificación de fondo.
Muchas veces, los lamentos de las buenas personas, las quejas de las familias, los plañidos de los afectados en manifestaciones callejeras y en noticieros de la tarde funcionan como contención suficiente para impedir cambios, sin necesidad de que los actores principales deban actuar en despachos oficiales.
Nada podrá lograrse en materia social si la inflación no se erradica, atacando sus causas últimas. Se trata de una batalla política y no solamente de una gestión técnica. Implica profundas transformaciones que afectarán intereses y que deben acordarse mediante consensos democráticos que prioricen el largo plazo. Hasta que no se recupere el valor de la moneda todas las calamidades descriptas y muchísimas otras continuarán dañando a la sociedad. Tampoco podrán reabrirse fábricas, ni crear empleo genuino, ni eliminar la pobreza mientras el problema inflacionario no sea prioritario en la agenda argentina. De nada sirve atacar los efectos si se ocultan las causas, para evitar conflictos que, en el corto plazo, costarán votos. Pero que asegurarán bienaventuranza para las generaciones futuras.