Sobre anomias y privilegios
Uno de los grandes aportes del liberalismo al mejoramiento social fue el principio de la igualdad ante la ley. Sea que se nazca en cuna encumbrada o humilde, rico o pobre, con piel blanca u oscura, si somos académicos o apenas podemos firmar, nada de eso modifica nuestra condición ante la ley.
Lo hemos visto en España cuando el yerno y la hija del anterior rey, cuñado y hermana del actual, fueron al banquillo de los acusados y resultaron condenados, lo que muestra un avance en ese terreno, incluso en regímenes monárquicos. El expresidente Donald Trump, quien se cree por encima de la ley como ha demostrado en los hechos y con sus propias palabras, ha sumado numerosas imputaciones por delitos graves que aguardan resolución en la Justicia.
Entre nosotros, el tan inconcebible como imperdonable episodio del Olivosgate en tiempos de cuarentena estricta por la pandemia puso en evidencia cómo quienes nos gobernaban se arrogaron desfachatadamente la excepcionalidad y los privilegios de los que careció la población.
En la década del 80 el profesor Carlos Nino se refería a la “anomia”, el no cumplimiento de leyes y normas, como uno de los más graves problemas argentinos. Ese mal social que se agrava cuando se lo estimula desde las esferas del poder puede resultar también el fruto inevitable de la falta de ejemplaridad por parte de las élites dirigentes.
La responsabilidad del Poder Judicial como custodio del cumplimiento del Estado de Derecho y sus leyes condujo a que gobiernos de distinto tinte buscaran históricamente contar con jueces y fiscales amigos y complacientes. Basta recordar los tiempos del menemismo y la ampliación del número de integrantes de la Corte Suprema detrás de construir una mayoría oficialista contraria a una independiente.
A pesar de la prohibición constitucional, una Corte provincial servil autorizó, por ejemplo, un tercer mandato consecutivo del gobernador Zamora en Santiago del Estero, aunque luego la Corte Suprema de Justicia de la Nación lo desautorizara en 2013. También en Santa Cruz, en tiempos de Néstor Kirchner como gobernador, se incumplieron fallos de la Corte nacional como el que le ordenó reponer en su puesto al procurador Eduardo Sosa. Más recientemente, hemos visto cómo el gobierno de Alberto Fernández desoyó el fallo de la Corte contra el recorte en el porcentaje de la coparticipación porteña fijado unilateralmente por el Poder Ejecutivo nacional, tema pendiente de resolución.
También en el Consejo de la Magistratura se ha apoyado a jueces que deshonraron a la Justicia con fallos arbitrarios con el fin de proteger a corruptos, a fiscales que no investigan o a magistrados escandalosos en casos paradigmáticos como el del fallecido Norberto Oyarbide y el del ahora exjuez Walter Bento, finalmente destituido.
El desprecio por las instituciones es palpable cuando en puestos importantes vemos a personas sin otro mérito que sus vinculaciones con cierta dirigencia política. Y se confirma todavía más con los escasos fiscales y jueces probos que se atreven a cumplir con su deber a pesar de las presiones y las amenazas. La justicia federal en demasiadas provincias está conformada por personajes surgidos de concursos amañados y con el único mérito de ser patrocinados por una facción partidaria.
Nuestra castigada sociedad ha sido incluso testigo de la complicidad de funcionarios con grupos de violentos usurpadores autodenominados mapuches en el sur del país o haciendo la vista gorda ante redes de narcotraficantes infiltradas en fuerzas policiales, judiciales o propias del poder político. Sin castigos ejemplares, la impunidad seguirá ganando.
Tras asumir el nuevo gobierno nacional se pusieron en práctica protocolos de orden público y vimos marchar por las veredas a muchos que antes cortaban calles. Paralelamente, el Ministerio de Seguridad intimó mediante carta documento a gremios y piqueteros a pagar por los gastos “en concepto de costos operativos que se emplearon para hacer cesar los actos ilegítimos en miras del mantenimiento del orden público”. Al sindicato de camioneros, por ejemplo, se le solicitó un pago de 40 millones de pesos por la manifestación del 27 de diciembre último. A la Asociación de Trabajadores del Estado se le reclaman 56 millones de pesos con relación a la movilización del 22 de diciembre pasado.
El derecho de libre circulación debe dejar de colisionar con el derecho a manifestarse tal como se lo ha venido entendiendo en la ciudad para perjuicio de la mayoría ciudadana. La convivencia en orden debe ser posible, reinstaurando y exigiendo el respeto a las normas. El nivel de desmadre en el que hemos vivido se ha vuelto tan cotidiano que los cambios, que no deberían ser otra cosa más que lo habitual, nos sorprenden.
El estado de desorganización social conduce con mayor frecuencia a inconcebibles situaciones en infinidad de terrenos, muchas de las cuales suceden incluso entre gallos y medianoche. Una sociedad rápida de reflejos no debe dejar de condenar y accionar por los carriles institucionales correspondientes contra quienes pretendan insistir con querer llevarse puesta a la república. Retomar la senda del respeto a la ley y el castigo al delito, en cualquiera de sus formas, y recuperar la ejemplaridad que termine con tanta impunidad es perentorio.