Un genocidio económico
Ninguna receta para superar la crisis monetaria y cambiaria tendrá éxito sin una férrea voluntad para realizar reformas estructurales y dejar el populismo
LA NACIONEn las últimas semanas la espiral inflacionaria y cambiaria se ha acelerado peligrosamente. A quienes vivimos el Rodrigazo y las hiperinflaciones de 1989 y 1990, la actual coyuntura nos genera una incómoda sensación de déjà vu. Al igual que en aquellas épocas aciagas, un gobierno débil e ineficiente se muestra incapaz de tomar las medidas necesarias para prevenir una profundización de la crisis.
La Argentina tiene una historia inflacionaria sin parangón en el mundo. También, una notable incapacidad de aprendizaje a nivel colectivo. Seguimos escuchando a funcionarios y políticos proponiendo explicaciones espurias sobre el origen de la inflación, que como señaló alguna vez Ezequiel Martínez Estrada, equivale a “un genocidio económico”. Dos verdades deben quedar grabadas a fuego en nuestra memoria social. Primero, que con una tasa de inflación alta, volátil y persistente estamos condenados al estancamiento. Segundo, que es imposible eliminar la inflación si el sistema político en todos los niveles no se aviene a reducir de manera significativa el tamaño y los gastos del Estado.
Pocos meses después de la revolución bolchevique, Vladimir Lenin declaró que la inflación era el mejor mecanismo para erradicar el espíritu del capitalismo. Plenamente convencido de esa idea, se abocó a hacerla realidad imprimiendo rublos sin descanso. Una hiperinflación y una fuerte recesión le hicieron comprender que, para crecer, la economía rusa necesitaría más capitalismo y una moneda estable. De allí que, en 1922, liberalizara parte de la economía e impulsara una profunda reforma monetaria y fiscal. Rápidamente los precios se estabilizaron y se reactivó la economía. A fines de 2020, cuando Venezuela se hundía en una hiperestanflación, Nicolás Maduro decidió liberalizar y dolarizar gran parte de la economía. La inflación cayó, la economía se recuperó y, como por arte de magia, se llenaron las góndolas de los supermercados.
En ambos casos se trató de una decisión oportunista cuyo solo objetivo era evitar que colapsara el régimen. En la Unión Soviética el coqueteo con los mercados terminó con la muerte de Lenin y fue seguido por un totalitarismo acérrimo bajo la férula de Stalin. En Venezuela, una vez estabilizada la economía, probablemente el chavismo intensifique los controles. Aunque no ofrecen una solución para la Argentina, el pragmatismo de ambos dictadores contrasta con la cerrazón ideológica del populismo vernáculo, que, aturdido por su estrepitoso fracaso, solo atina a redoblar la apuesta con recetas inviables. Más pobreza es lo único que podemos esperar de su aplicación.
En la oposición se discuten varias alternativas para sacar a la economía del marasmo al que la han empujado veinte años de políticas populistas. Desde un tiempo a esta parte se viene idealizando el Plan Austral. Hay quienes creen que una versión mejorada de este plan –es decir, una que incluya un fuerte ajuste fiscal– sería la mejor solución. Otros proponen una convertibilidad con una canasta de monedas del Mercosur. Un tercer grupo aboga por declarar al dólar como moneda de curso legal y dejarlo competir con un peso devaluado.
En los últimos días, se está dando un incipiente debate sobre la alternativa de una dolarización, a partir de una propuesta lanzada por uno de los candidatos presidenciales. Indudablemente una dolarización implicaría una pérdida de grados de libertad para la política económica. Pero es difícil argumentar que esa libertad haya sido bien empleada hasta ahora. Se aduce también que crecería la vulnerabilidad de la economía. En realidad, nuestra alta vulnerabilidad a shock externos es consecuencia de una estructura económica ineficiente y cerrada al mundo.
Cuando el Poder Ejecutivo se siente constreñido por las leyes, consigue que un Congreso sumiso las modifique o derogue o simplemente las viole impunemente. El problema de la anomia institucional o incumplimiento de las normas, al que describió el gran jurista Carlos Nino, es otro grave legado del populismo recalcitrante que nos gobierna desde hace décadas.
Nuestra historia confirma un postulado básico de la macroeconomía moderna: sin credibilidad ningún plan antiinflacionario podrá ser exitoso. Y la credibilidad no es más que la convicción generalizada de que el Gobierno mantendrá el respeto irrestricto a la ley. Pero por la anomia institucional cualquier reforma sujeta a la jurisdicción argentina es fácil de revertir, abrogar o ignorar.
Es una ilusión creer que cualquiera de las alternativas mencionadas generará la mínima credibilidad necesaria para su éxito. Esta es la trampa que enfrenta cualquier gobierno. La anomia institucional, el corto horizonte que impone el calendario electoral y la prodigalidad ingénita del sistema político conspiran en contra de la credibilidad. A lo máximo que se puede aspirar es a un breve período de estabilidad seguido por otro doloroso retroceso.
Cualquier receta elegida para superar la crisis cambiaria e inflacionaria no podrá prescindir de la puesta en marcha simultánea de reformas estructurales que ataquen las causas del déficit fiscal. Se necesita que el sistema político demuestre de manera contundente que respetará la restricción presupuestaria. Lo utópico es pretender que un Estado fiscalmente irresponsable tenga una moneda estable.
Se puede aprender mucho de la experiencia de otros países. Pero no se trata simplemente de copiar modelos foráneos, sino de diseñar un sistema a medida para la economía argentina y de tener la suficiente voluntad y poder político para dejar atrás el sistema empobrecedor que ofrece el populismo inflacionario.
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