YPF: errores mayúsculos, juicios millonarios
Se ha consagrado a la empresa como alter ego del Estado, debilitando su posición en las numerosas causas que afronta y comprometiendo con ello el futuro del país
Un buen termómetro de los vaivenes políticos de la Argentina es la situación de la icónica YPF, registro vivo de los súbitos cambios de concepciones que mueven pendularmente nuestro accionar, atrapándonos en un laberinto de decadencia cada vez más acentuada del que no logramos salir.
La jactancia de algunos sobre la ausencia de un plan revela peligrosamente que andar sin un norte, sin un objetivo claro, ha servido muchas veces de excusa. Como si el desapego a una hoja de ruta fuera incluso un mérito y no el preludio de un fracaso anunciado. Provocar así aquella muerte previsible, que siempre sobreviene, deja paso a uno de nuestros deportes favoritos: encontrar el chivo expiatorio al que echarle la culpa de los propios errores. Nos adentramos así, una vez más, en un conflictivo proceso que nos retiene en una eterna adolescencia, que nos atrapa y nos impide alcanzar la madurez como nación.
YPF ha sido de todo, ejemplar y vanguardista empresa del Estado, también una empresa privada cotizando en bolsa. Se podrá discutir, estar de acuerdo o no, pero su devenir siempre estuvo ligado a los tiempos de la sociedad argentina.
En 2008, se operaron grandes cambios y el nuevo rumbo tomó el cariz del sinsentido y la corrupción, bajo el argumento de que la compañía precisaba contar con un "experto en mercados regulados" y que resultaba conveniente el ingreso de capitales locales.Néstor Kirchner hablaba de la "argentinización de YPF". Fue así que la sociedad española Repsol, titular por entonces del 97% del paquete accionario de YPF, aceptó vender el 15% de su participación a la familia Eskenazi junto con el compromiso de que Repsol YPF distribuiría en forma de dividendos el 90% de los beneficios. En 2011, comprarían otro 10%. Cabe recordar la cercanía de esta familia con el gobierno kirchnerista, habiendo sido sus banqueros desde las primeras aventuras santacruceñas, y quienes habían ayudado a financiar su llegada a la Casa Rosada.
YPF es un botón de muestra de la Argentina. Se hacen las cosas mal, buscando el aplauso fácil e inmediato, sin la mirada de estadista que exige una estrategia de largo plazo
La maniobra urdida para la venta jamás pudo ser explicada. Menos aún sus condiciones. Está claro que el ingreso de los Eskenazi se hizo exclusivamente a partir de haber tomado créditos que se repagaban precisamente con los dividendos de la propia sociedad y que tenían como garantía sus acciones. Un negocio redondo, aun para el ojo más inexperto.
Ese espurio esquema de financiamiento fue una de las principales razones por las que la inversión de YPF en exploración y explotación, el corazón del negocio, se redujera tan drásticamente. Como los dividendos se destinaban mayormente al repago de los préstamos recibidos, no quedaba resto para la inversión. YPF se convirtió así en una gran vaca lechera cuyo producido se traducía en beneficios para unos pocos.
La pérdida del autoabastecimiento energético condujo así a una voraz crisis que, como era dable esperar, afectó gravemente el suministro a los hogares tanto como a la industria. La salida elegida fue importar energía a valores astronómicos a través de Enarsa, incluyendo también las cuestionadas adquisiciones de fueloil a Venezuela. La asociación de estas medidas con un sistema de subsidios claramente insostenible e irracional perjudicó la disponibilidad de divisas. Sumado a las tensiones y distorsiones en el mercado cambiario e importador que dieron lugar al cepo, las cuentas públicas se vieron rápidamente erosionadas.
En ese nuevo escenario, con Néstor Kirchner fallecido y los compromisos por él contraídos ya evaporados, el mismo color de gobierno que había impulsado abiertamente la venta de las acciones a sus amigos Eskenazi, dio un giro torpe y apresurado de 180 grados: resolvió abruptamente la expropiación de YPF y cambiar el acuerdo sobre la distribución de los dividendos para que las ganancias se destinaran a inversión.
Abusando de institutos que tenían y tienen otro destino, tal como este año pretendió hacerse con Vicentin, el gobierno de entonces ordenó ocupar temporariamente la empresa y echó por la fuerza a sus dueños, no sin alardear de que la Argentina no pensaba pagarles ni un centavo, aun cuando el estatuto de YPF establecía que quien comprara más del 15% de la petrolera debía formular una oferta por el 100%.
Recordemos que Axel Kicillof, viceministro de Economía de entonces, había descartado esa alternativa que suponía una mayor erogación estatal: "Se piensan que el Estado tiene que ser estúpido", patoteaba, convencido de que el derecho soberano estaba por encima del contractual. A los pocos meses, en una nueva vuelta carnero, nuestro país debió abonar miles de millones de dólares a Repsol y, una vez más, el gobierno se llamó a silencio, por obvias razones.
El derrotero de esos últimos años de YPF no solo fue el resultado de motivos nunca revelados que despiertan, por tanto, las peores sospechas, sino que también estuvo plagado de graves errores técnicos. Al momento de resolverse la expropiación, se dejó afuera a los otros accionistas, los mismos a quienes se les había facilitado el acceso prácticamente sin poner un centavo y careciendo absolutamente de experiencia: los Eskenazi.
No hubo forma de escapar de la trampa del oso, que ingenua o torpemente buscaba evitar Kicillof. Las consecuencias fueron inevitables. Eso es lo que estamos pagando como país en un juicio megamillonario que enfrentamos en Nueva York, resultado del reclamo impulsado por la sociedad de los Eskenazi (Petersen) a instancias del fondo de inversión Burford Capital, que compró una parte del reclamo.
Luego de muchas peripecias que nos permitieron ganar tiempo en una contienda adversa, finalmente meses atrás la jueza Loretta Preska, quien sucedió en el juzgado a Thomas Griesa y tiene a su cargo todos los juicios contra la Argentina por YPF y por la deuda externa, determinó que el juicio por la estatización de YPF debía mantenerse en los EE.UU., rechazando su traslado a los tribunales argentinos. El primer paso que dio la jueza Preska fue delinear un cronograma y fijar el alcance de lo que se conoce como "discovery": una etapa de prueba que puede tener allá un alcance mucho más amplio y profundo que el que contempla nuestro sistema judicial.
La representación de la Argentina, en cabeza de la Procuración del Tesoro, a cargo de Carlos Zannini, optó por un discovery acotado estrictamente a cuestiones legales. Nada más. Hasta el fondo Burford, que abogaba por esta salida para que el juicio concluyera lo más pronto posible, había pedido que fuera más amplio, de modo de demostrar el daño sufrido por los Eskenazi a raíz de la expropiación.
De esta manera, todos parecen estar contentos: la jueza y los demandantes, que quieren un juicio corto, pero muy especialmente todos aquellos que de un modo u otro tienen algo que ver con este triste capítulo de la historia argentina. Es de esperar que con esta resignación procesal no se pierda una oportunidad de oro para conocer los entresijos de tanto ocultamiento, marchas y contramarchas impulsadas por intereses personales que lejos estaban de contemplar su impacto sobre el país.
La última medida de la jueza se conoció hace pocos días, cuando comunicó que los Eskenazi deberán presentarse el 23 del mes próximo para aclarar su posición en ese juicio, tras acceder a un reclamo del Estado argentino respecto de que todas las partes estuvieron de acuerdo en que fuera la Justicia argentina la sede de los litigios. Ese pleito puede costarle a nuestro país hasta 14.000 millones de dólares.
Mientras tanto, YPF retomó su saga decadente. Desde la falta de supervisión a los abogados que defienden a la empresa en Nueva York, a tal punto que recientemente asesoraron al fondo Burford en su listado en la bolsa de comercio de esa ciudad, hasta su consagración como mero apéndice de la Secretaría de Energía, al aceptar el pago de regalías por el valor del barril criollo, cuando los de mercado eran muy inferiores a ese precio, solo para beneficiar con ese grave perjuicio económico a las provincias productoras. Ni que hablar del impacto financiero que significa haber convertido a pesos la liquidez que en dólares tenía en el exterior, sin mayor beneficio aparente para la empresa.
A la cuestionable gestión actual de YPF –que por estas horas prevé tomar deuda en el mercado local para poder financiarse, con muy poca inversión prevista para el año próximo– se suman los yerros del gobierno de turno, especialmente a través de la inusual transferencia de recursos que se propone otorgar a YPF con el impuesto a la riqueza: el 25% de lo recaudado sería destinado a programas de producción de gas que desarrolle la firma Integración Energética Argentina SA (Ieasa) exclusivamente con YPF. Más allá de la inexplicable transferencia de recursos públicos a una sociedad anónima, violando el principio de igualdad y normas de defensa de la competencia, lo que no se ha considerado con tino suficiente es que se termina de consagrar a YPF como alter ego del Estado, debilitando la posición de la empresa en los juicios en el exterior, no solo el de los Eskenazi, sino en otros vinculados con reclamos ambientales, también por montos siderales.
YPF es un botón de muestra de la Argentina. Muchas veces se hacen las cosas mal, buscando el aplauso fácil e inmediato, y sin la mirada de estadista, que exige una estrategia de largo plazo en la que primen el sentido común y el interés nacional. Lejos de alzar la vista, las sucesivas administraciones solo se miran los pies, en un acotado aquí y ahora, sin preocuparse por los desaguisados que se activarán con el tiempo.
Así como no somos capaces de sostener convenientemente las políticas públicas para que trasciendan una gestión de gobierno, somos igualmente incapaces de resolver en el presente sopesando las consecuencias a futuro. ¿Para qué? Para que, si no podemos hacerlo por nosotros, lo hagamos pensando en que nuestros hijos reciban una mejor herencia. Si nos atenemos a que las consecuencias las pague el que siga, los más castigados serán siempre los propios argentinos.