Los soldados de la Jihad ponen en evidencia la incapacidad de Europa de frenar el terrorismo
PARÍS.- Cuando los autores de la horrible masacre de Charlie Hebdo sean detenidos, una vez que se silencien los clamores de la indignación y las críticas que surgirán aquí y allá, una realidad persistirá: la gran dificultad que enfrentan las democracias cuando deben luchar contra la violencia terrorista. Francia, como el resto de las naciones europeas, fue hasta ahora incapaz de evitar esos actos insensatos.
La cuestión se planteó por primera vez después de la facilidad con que pudo moverse hasta que fue detenido Mohammed Merah, autor de varios asesinatos en Toulouse y Montauban en marzo de 2012. Después se repitió con Mehdi Nemmouche y la escasa reacción de los servicios policiales.
Nemmouche había ido a combatir a Siria antes de regresar a Bélgica, donde asesinó a cuatro personas el 24 de mayo de 2014 en el Museo Judío de Bruselas. Después del ataque, el agresor pudo escapar sin problema y, seis días más tarde, tomar un ómnibus de Amsterdam a Marsella, donde los aduaneros lo detuvieron en forma totalmente casual.
Móviles y aislados, los nuevos terroristas aprendieron a pasar entre las redes de los servicios de seguridad. Como casi todos han pasado primero por la prisión, conocen perfectamente las técnicas policiales, así como el funcionamiento de la justicia.
Determinados, acostumbrados a la violencia extrema, familiarizados con todas las estrategias de la disimulación, esos individuos -considerados "lobos solitarios"- atacan sin prevenir a víctimas indefensas.
Nunca antes las democracias europeas se vieron confrontadas a un fenómeno jihadista tan difuso y masivo. ¿Cómo organizarse frente a un fenómeno que se funde con tanta facilidad en una sociedad democrática, capaz de escapar con semejante naturalidad al control de los servicios de seguridad?
Las autoridades francesas reconocen que la estrategia para hacer frente al terrorismo está "parcialmente caduca". "El caso Merah no es consecuencia de las disfunciones de nuestros servicios de inteligencia: los pone en evidencia", afirmaba en mayo de 2013 el informe de una comisión parlamentaria.
Después de ese informe, importantes medios financieros, humanos y materiales fueron destinados a la Dirección General de la Seguridad Exterior (DGSE) para tratar de poner límite a la amenaza terrorista en la escena internacional.
La cooperación entre los principales países concernidos por esa violencia debía permitir reforzar la eficacia de la lucha antiterrorista. Estos últimos años, después de cada reunión ministerial europea, los responsables aseguraban que se hacía todo lo posible para estrechar cada vez más la vigilancia. Con frecuencia, sin embargo, los intereses nacionales chocaron con esa lógica colectiva: así sucedió con Turquía, que considera que los kurdos constituyen una amenaza más grande que Estado Islámico (EI).
Por otra parte, a pesar de la voluntad de armonizar los marcos legislativos a nivel europeo, las barreras jurídicas obstaculizan la cooperación, sobre todo en materia de intercambio de información. Esas dificultades son producto de las tradiciones, la historia y la forma en que cada país trata las libertades del ciudadano, sobre todo en materia de acceso a datos personales por parte de la administración.
Francia, como sus vecinos europeos, intentó hacer frente a la violencia radical adoptando nuevos dispositivos antiterroristas. El gobierno francés pretendía centrar su esfuerzo en la prevención del islam radical, una visión defendida sobre todo, por los anglosajones. El problema es que esa respuesta -según los especialistas- peca por su contenido "todo represión". Las municipalidades, la educación nacional, el consejo francés del culto musulmán fueron asociados a campañas de sensibilización para reforzar el espíritu crítico de los aspirantes a la Jihad. También se organizaron acciones en centros de prevención. En las prefecturas se crearon células encargadas del seguimiento de familias cuyos hijos pasaron por un proceso de radicalización.
Es evidente que todo ese esfuerzo no ha dado los resultados esperados. En su libro Qué es una revolución religiosa, el filósofo iraní Daryush Shayegan anunciaba en 1991 la actual deriva de un islam que se sirve del mensaje profético para instalar el terror. Shayegan mostraba cómo el mundo ha entrado en una nueva era donde el mensaje de la fe se disuelve en el activismo político y utiliza los mismos métodos del fascismo y del comunismo.
Desde esa óptica, los autores de la matanza de anteayer en París pueden ser considerados verdaderos fascistas.
Con angelismo, muchos creyeron que el islamismo era soluble en la democracia. No es así, y la batalla para Occidente se anuncia larga y laboriosa.
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