Mandela, el líder sin fisuras
MADRID.- En 1999, cuando la presidencia de Nelson Mandela estaba llegando a su fin, trabajé para una cadena norteamericana en un importante documental que se llamaría El largo camino de Nelson Mandela .
Recuerdo que, en una de las muchas entrevistas con los productores, nos planteamos una pregunta crucial: ¿el entonces presidente sudafricano era genuinamente una buena persona o era simplemente un político muy astuto?
Uno de los productores salió con una respuesta brillante. "El tema con Mandela –dijo– es que uno no le ve fisuras."
La respuesta era brillante porque, en realidad, llegaba hasta el corazón mismo de ese hombre.
Era un líder político astuto y deslumbrantemente exitoso, pero también era un ser humano maravillosamente exitoso: la personalidad política y moral más descollante de nuestros tiempos.
Su integridad y la coherencia sin costuras entre lo que predicaba y lo que hacía eran como un diamante que brillaba con más intensidad que todos sus contemporáneos, en Sudáfrica y en el resto del mundo.
Las anécdotas abundan. Les cuento dos.
La primera, su reacción frente al único episodio realmente peligroso de la complicada transición de la Sudáfrica del apartheid hacia la democracia. La segunda, mucho menos dramática, pero igualmente reveladora de su carácter.
Primero, la anécdota seria. En abril de 1993, apenas tres años después de recuperar la libertad, el gobierno blanco y el Congreso Nacional Africano de Mandela estaban trabados en una delicada negociación sobre la transferencia del poder a la mayoría, un conflicto sin soluciones a la vista.
Fuera de los salones llenos de humo de cigarrillo donde estaban reunidos los líderes de ambos bandos, la violencia era imparable, con miles de muertos, mientras el apartheid asestaba sus desesperados y brutales manotazos de ahogado.
A esas alturas, no había certeza alguna de que el país fuese a evitar sumirse en una guerra civil y de que Sudáfrica no terminaría "en un baño de sangre".
Entonces ocurrió lo inimaginable. Chris Hani, el segundo líder negro más reverenciado de Sudáfrica después de Mandela, fue asesinado de un disparo frente a la puerta de su casa por fanáticos de derecha.
Todos los que estábamos allí tuvimos la sensación de estar al borde del precipicio.
La población negra, hasta entonces anuente al mensaje de perdón y reconciliación impartido por Mandela, seguramente perdería por fin la paciencia y se volcaría al caos y la venganza, algo que en lo más recóndito de sus corazones debían desear. Ya era suficiente. Tras décadas -siglos- de soportar humillaciones, violencia y crueles abusos de parte de la minoría blanca y todopoderosa, lo lógico era que algo estallara.
Ese día en que Hani fue asesinado, fui a las barriadas negras en las afueras de Johannesburgo, donde la violencia de esos días de los así llamados "malos perdedores" del apartheid había causado el mayor derramamiento de sangre. El ambiente era tan amenazante y los ánimos estaban tan caldeados como me lo esperaba.
Esa noche, Mandela se dirigió a la nación por radio y televisión. Sé muy bien que estaba profundamente triste. Hani había sido como un hijo para él. La pérdida, a nivel personal, era irreparable.
Sin embargo, Mandela hizo un llamado a la calma, y no sólo lo hizo usando palabras suaves, sino recordándoles puntualmente a sus votantes negros que los dos asesinos habían sido apresados por la policía en pocas horas gracias a la intervención de una mujer blanca. Lo que era cierto.
Un vecina blanca de Hani había tenido la entereza de anotar el número de patente del auto en que escaparon los asesinos y de llamar a la policía. De no haber sido por ella, los autores del homicidio no habrían sido arrestados tan rápido.
En su discurso, Mandela destacó el "coraje" de la mujer, enviando un mensaje claro y deliberado a sus furiosos seguidores: que no había que meter a todos los blancos en la misma bolsa y que la violencia racista indiscriminada contra los blancos no sólo sería una violación de los principios centrales que él y su organización sostenían, sino que sería, dadas las circunstancias, una tremenda injusticia.
El mensaje caló hondo. La emergencia fue superada. Las negociaciones volvieron a encarrilarse. Un año después, Sudáfrica celebró sus primeras elecciones democráticas, y, un mes más tarde, Mandela asumió como primer presidente negro del país. Lo que allí pudimos constatar, in extremis , era la convergencia del instinto de perdón y generosidad de Mandela con su calculado pragmatismo político.
Una insurgencia violenta en ese momento habría perjudicado el proyecto democrático que había sido su misión de vida -así como de Chris Hani-, tanto como si hubiese ocurrido antes de la muerte de Hani. El realismo pedía refrenarse. Y demostró tener razón.
Mickey vs. Tribilín
La segunda anécdota se remonta a un par de años después de asumir como presidente. Todas las semanas, Mandela debatía en el Parlamento con el líder del principal partido de oposición, Tony Leon, un abogado blanco a quien doblaba en edad y cuya función en esos debates era cuestionar y defenestrar al presidente.
Un día, Mandela explotó de frustración. Estaba harto, dijo, de que lo acicateara el líder de ese pequeño partido del "Ratón Mickey". A lo que, inteligentemente, Leon retrucó: "Y sí, señor presidente, el pueblo de Sudáfrica está harto de la economía Tribilín de su gobierno".
Una semana después, Leon sufrió un infarto masivo y fue internado para realizarle un cuádruple bypass . Mientras se recuperaba, fue visitado por Mandela. Leon no lo oyó entrar a la habitación, y antes de que tuviera tiempo de fijarse quién era, Mandela lo saludó: "Hola, Mickey. Soy Tribilín".
Desde entonces, Leon, a quien conozco bien, besa el suelo pisado por Mandela. El líder negro lo dejó desarmado del mismo modo en que había desarmado a los extremistas de derecha cuando lo amenazaron con montar una ofensiva terrorista contra la flamante democracia que él conducía.
Una vez más, Mandela había sido generoso y vivo a la vez. No sólo tuvo la bonhomía y la amabilidad de visitar a su rival político hospitalizado, sino que lo hizo reír con esa deliciosa chanza que lo incluía. Y las consecuencias políticas también fueron afortunadas: se metió en el bolsillo de una vez y para siempre al líder de la oposición parlamentaria.
Entonces, ¿era un buen hombre o apenas un político afiladísimo? Tal como lo demuestran estas dos anécdotas -entre incontables más- era ambas cosas. Y al mismo tiempo.
La razón por la que Mandela vivirá para siempre, el motivo por el que mientras haya seres humanos en este planeta su legado seguirá inspirando a muchos y seguirá siendo imperecedero y enorme, es que no se le veían fisuras.
Traducción de Jaime Arrambide
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