Se extiende en Europa la nostalgia por las viejas monedas
MADRID.- El rotundo "no" de Suecia al euro en el referéndum celebrado hace casi un mes volvió la mirada sobre la moneda llamada a cristalizar la unidad europea y competir con el dólar. Y lo curioso es que, a casi dos años de su nacimiento y de la carrera a las nubes de su apreciación -o tal vez ayudados por eso- se vieron en estos días signos de nostalgia por las viejas monedas locales, aún no olvidadas.
En ámbitos tan distintos como el de la serena elegancia de Gucci en Milán y los ruidosos locales de Ahorramás, el súper del barrio, en Madrid, pasando por el Mercado de las Flores de Amsterdam, los numerosos comercios se igualan en su política de volver a exhibir los precios tanto en euros como en sus viejas monedas. En este caso, liras, pesetas y florines.
Pero el fenómeno no es privativo de ellas y se repite con el marco alemán y el franco francés, que también se resisten a salir de escena y perduran en la memoria colectiva junto al euro. O llegan incluso a desplazarlo en las cuentas de quienes no terminan de entender cuánto gastan si no lo calculan en su antigua moneda nacional.
La "resistencia a la pérdida" -dirían los psicólogos- fue admitida también por la sagrada estadística de los bancos centrales europeos, sorprendidos ante la evidencia de que aún anda por allí el equivalente de millones de euros en las viejas monedas, jamás canjeadas por sus tenedores.
Según indicadores del Banco de España, esa retención en pesetas alcanza la friolera de 2073 millones de euros -o, dicho de otro modo, más del 2 por ciento del PBI argentino-, jamás recuperados y hoy en algún sitio desconocido. Tal vez en cajones de infinitas mesas de luz, cajas de recuerdos o billeteras viejas.
Pero semejante cifra -equivalente al 4% de lo que circulaba en España el 1° de enero de 2001- suena a demasiado billete atesorado como recuerdo y crece la sospecha de que una buena porción es dinero negro que no pudo ser blanqueado a tiempo. Con la peseta..., tampoco todo era diáfano.
Italia no se queda muy atrás. Hace unos meses, su Banco Central admitió que aún había "entre 50 y 60 millones de billetes de liras" dando vueltas. Pero lo peor no es eso, sino que "mucha gente sigue confundiendo los papeles de euros con los de liras y los gastan como si fueran de ese valor", advirtió Codacon, una de las principales asociaciones de consumidores.
La moneda única fue espectacularmente recibida por los 12 países de la Unión que la adoptaron y, salvo mínimos trastornos, el proceso de conversión fue exitoso.
Pero meses después, la espectacular suba de precios -en algunos casos superior al 20 por ciento- y la abrupta apreciación que hoy hace que un euro equivalga a poco menos de 1,20 dólares (con el consecuente perjuicio para las exportaciones europeas) lo desluce un poco y alimenta viejas nostalgias.
Más complejo es el trasfondo político de los últimos meses. El panorama revela que los detractores de la nueva moneda están en los países más ricos de la Unión, mientras que los más pobres muestran el mayor entusiasmo. Ellos son quienes dan buenas noticias a Bruselas.
Por caso, el mismo día en que el 56% de la población sueca dijo que no quería el euro y que se quedaba -como hace 130 años- con su corona, Estonia, uno de los diez países que en mayo próximo se incorporarán a la Unión, votó por una abrumadora aceptación. Y lo mismo ocurrió en Lituania, donde el sí llegó al 70% de los votos.
Los futuros socios
Pero sería engañoso pensar que los medios europeos estaban pendientes de tales definiciones.
Por el contrario, aún evalúan por qué Suecia dijo "nej" y el impacto que eso puede tener en Gran Bretaña y en Dinamarca, los otros dos socios de los quince que se niegan a abandonar sus monedas. Lo más seguro es que Londres dilate la consulta mientras que Estocolmo esperará por lo menos hasta 2010 para volver a intentar.
"El euro no es una uniformidad. Aun con la moneda única hay que diferenciar entre países con muy buen desarrollo, como Suecia, que dijo no, y países con menor grado de desarrollo que sí lo desean", aceptó Daniel Gros, del Centro de Estudios de Políticas Europeas, de Bruselas.
La idea por aquí es que, mientras renacen viejas nostalgias en los países que ya integran la Unión, los futuros socios anhelan la incorporación -y la consecuente aceptación del euro- como el pase a un mayor estándar de vida y de desarrollo.
Eso es lo que vislumbran Malta, Eslovenia, Hungría, Lituania, Eslovaquia, Polonia, la República Checa, Estonia, Chipre y Bulgaria, candidatos a recibir un poderoso flujo de fondos de ayuda.
Como contrapartida, los ya socios saben que tienen que pagar la cuenta -y perder nivel de vida- para la homogeneización. Ese argumento fue parte del debate previo al rotundo "no" de Suecia. "Nada te hace más conservador que ser un Estado muy moderno", sintetizó un conocido analista sueco.
Bruselas ve el proceso con cierta alarma, pero sin perder la confianza. "Una cosa es decir no al euro y otra muy distinta, mantener todos los lazos con la Unión", dijo el presidente de la comisión, Romano Prodi.
Porque, aun con resistencias, rechazos y nostalgias, el euro consolida a Europa, donde los lazos son más fuertes de lo que, incluso, están dispuestos a admitir los renuentes suecos, británicos y daneses. Con sus monedas en el bolsillo.
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