Una mala nota de la historia para el caudillo que cautivó la imaginación de los venezolanos
WASHINGTON.- Con la muerte de Hugo Chávez, desaparece del continente la expresión más clara en las Américas de la pos- Guerra Fría del líder carismático reminiscente de otras épocas históricas, cuando el caudillo se imponía por sobre las instituciones y el Estado de Derecho.
Como bien dice Max Weber sobre la autoridad, el líder carismático busca establecer una relación directa con sus súbditos, especialmente los más desposeídos, apelando a un poder sobrehumano de origen cuasi divino para copar todas las esferas del quehacer nacional.
Chávez no surgió de una experiencia autoritaria como la que tuvieron la gran mayoría de los países del continente y que los llevó, después de la caída del Muro de Berlín, a retomar experiencias democráticas anteriores o a buscar cómo forjar, por primera vez, una institucionalidad basada en el veredicto popular y el Estado de Derecho.
Chávez llegó a la presidencia por el gravísimo desprestigio de una clase política que por décadas vivió de las bondades de la bonanza petrolera y que hizo uso de las rentas del oro negro para mantener a sus clientelas.
Con el colapso de la economía petrolera mundial en los años 70 y la crisis de la deuda de los años 80, Venezuela experimentó una de las mayores caídas en los estándares de vida de América latina.
Por eso, los venezolanos buscaron primero a una ex Miss Universo para liderar al país (Irene Sáez) y, cuando su popularidad se desplomó, abrazaron a un militar nacionalista y golpista con la esperanza de que él podría revertir el deterioro económico e institucional de la nación.
No cabe duda de que el liderazgo carismático de Hugo Chávez cautivó la imaginación de muchos de sus compatriotas.
Irónicamente ese liderazgo habría fracasado si no hubiese sido porque Chávez apeló a la misma fórmula que sus predecesores: la repartición de las ganancias petroleras hacia los sectores más pobres de la sociedad, generando, a su vez, niveles de corrupción entre sus adeptos y colaboradores.
También habría fracasado si no le hubiese agregado otro ingrediente a su proyecto histórico: la del defensor del pueblo frente a enemigos internos y externos que buscarían destruirlo junto a su revolución bolivariana.
Desgraciadamente, sus enemigos internos le hicieron un favor concentrándose al principio de su gestión en una estrategia para sacarlo del poder, incluso por vías inconstitucionales, en vez de proponerle a la población políticas alternativas constructivas.
No cabe duda de que los historiadores del futuro no verán con buenos ojos su gestión. En vez de ayudar a resolver los problemas del país, los agravó, lo que debilitó aún más las instituciones democráticas y el Estado de Derecho, permitiendo incluso la destrucción de la empresa estatal que le entrega al país los huevos de oro.
A su muerte, el caudillo había perdido también su ascendiente en la región, opacado por gobiernos tanto de derecha como de izquierda que encontraron la forma para fortalecer la democracia y las libertades públicas, nuevas políticas sociales, y una inserción internacional positiva que toma en cuenta las grandes tendencias de la globalización.
El enfrentamiento entre Venezuela y Colombia desapareció, luego de que Bogotá forjara una política internacional inteligente que tuvo como resultado más bien marginar al protagonismo de Caracas que potenciarlo.
Los referentes hoy no son los países del ALBA y los otros, sino más bien tendencias regionales que separan a la inserción diferenciada en un mundo globalizado de los países del Pacífico a diferencia de aquellos del Atlántico.
Lo más preocupante a la muerte de Chávez, sin embargo, es el impacto de su gestión sobre la propia Venezuela. Como bien lo destacó Max Weber, la autoridad carismática es por definición la más inestable de todas.
Al basarse en la personalidad del líder contribuye al deterioro de las instituciones y las normas de la legalidad. Curiosamente tampoco permite el surgimiento de liderazgos nuevos dentro de su propio movimiento.
El peligro para Venezuela no es un creciente autoritarismo, sino la reversión a una suerte de anarquía por una posible pugna por el poder dentro del propio chavismo, que por definición no tiene sentido sin Chávez.
Ese desenlace sólo podría evitarse si los elementos sensatos en ambos lados del ambiente polarizado en Venezuela buscan cómo tender puentes y cómo resolver los problemas del país no con políticas de enfrentamiento y de persecución, sino con la construcción de una institucionalidad en beneficio de todos.
El surgimiento de una oposición más unida con un proyecto propositivo ya es un avance importante en esa dirección. Está por verse si el chavismo puede estar a la altura que le corresponde hoy por el bien de Venezuela.
Arturo Valenzuela
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