El último adiós a María Schell
VIENA (AP).- La actriz María Schell, una de las grandes estrellas del cine europeo de la posguerra que supo ganar fama internacional en películas alemanas y que también incursionó en producciones de Hollywood, murió anteanoche, a los 79 años, mientras dormía, en la localidad de Preitenegg, ubicada en la provincia austríaca de Carintia.
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Pocas figuras del cine entregaron a través de la pantalla tantas muestras de sufrimiento y dolor. Como si hubiese quedado aprisionada por el veredicto de un destino fatal, a María Schell casi siempre le tocó en suerte convertirse en la representación viva del desconsuelo y en su rostro se repetía una y otra vez el gesto abatido de quien se resignaba a soportar alguna angustia profunda e intransferible.
Vigorosos dramas o rigurosas adaptaciones de grandes tragedias de la literatura encontraron en la sensible expresividad de Schell a la intérprete ideal. Pero al quedar muchas veces encasillada en esos personajes de fuerte acento melodramático, el cine no siempre hizo justicia con las dotes de una actriz que, además, poseía a partir de sus ojos claros, casi transparentes, una rara belleza indigna de ser considerada apenas como la expresión de una tenue esperanza que trata de sostenerse con dignidad por encima de la desgracia.
Nacida en Viena el 15 de enero de 1926 y criada en un hogar en el que prevaleció la vocación escénica (sus hermanos Immy, Carl y el aplaudido Maximilian Schell se dedicaron a la actuación, al igual que su madre), la futura estrella se formó en la Escuela de Arte Dramático de Zurich.
De su primera aparición teatral (a los 12 años, en una representación escolar) y su debut en el cine (a los 16 años, en 1942) pasó muy rápidamente a ser reconocida como uno de los arquetipos de la belleza centroeuropea en el cine de habla alemana de la posguerra inmediata. Pero, muy pronto, los productores sólo se fijaron en ella, como señaló un comentario de LA NACION en 1965, como “un rostro al que nada le queda tan bien como las lágrimas”.
Fue la figura predilecta de los clásicos melodramas alemanes de la década del 50 (“Diario de una enamorada”, “Labios soñadores”, “Mientras estés conmigo”), siempre en pareja con el galán O. W. Fischer.
Paulatinamente, el modo para muchos único que tenía Schell para expresar el dolor apareció con alto vuelo expresivo en títulos como “El señor sobre la vida y la muerte”, “Pecar fue mi destino”, “Las ratas” y, sobre todo, “Gervaise”, el film de René Clement con el que ganó el premio a la mejor actriz en Venecia.
Fue a fines de la década del 50 cuando Schell vivió su apogeo como actriz, porque además de esos títulos y de “El último puente”, con la que triunfó en Cannes, encontró en sendas adaptaciones de textos de Dostoievski un momento de consagración. Primero, con “Puente entre dos vidas”, una de las obras cumbres de Luchino Visconti, y, luego, con su Grushinka en la versión de “Los hermanos Karamazov”, que dirigió Richard Brooks, papel que no pocos objetaron por su carga efectista, pero que le abrió a la actriz austríaca las puertas de Hollywood. Sin embargo, allí sólo tuvo un paso fugaz, notorio apenas por su actuación en westerns como “Cimarrón” y “El árbol de la horca”, en los años 60, y mucho más tarde, como la madre de Superman en el film que lanzó a Christopher Reeve.
De regreso en Europa, tuvo más suerte en algunas raras incursiones por la comedia (en especial “El diablo por la cola”, de Philippe de Broca) que en varios dramas, thrillers y films eróticos olvidables que precipitaron su retiro junto a dos sonados divorcios, un intento de suicidio con barbitúricos en 1991 y un escándalo financiero siete años después. Apareció en público por última vez en 2002, en el estreno del documental que le dedicó su hermano Maximilian.
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