El vendedor de melones
No pasan muchas temporadas sin que el cine proponga un retrato de Bonaparte. Los ha habido de todas las variedades a partir de aquel personificado por Albert Dieudonné que le permitió al legendario Abel Gance en su formidable "Napoleón" (1927) experimentar innovaciones en el lenguaje fílmico y hasta aproximarse al Cinerama. Hubo Napoleones tan románticos como el que proponía Charles Boyer, enamorado de una condesa polaca con todo el misterio de Greta Garbo en "Maria Walewska" (1937), o como el que buscó sacar provecho de la fama de Marlon Brando en "Desirée" (1954, al lado de Jean Simmons). Los hubo pomposos como el de Rod Steiger en "Waterloo"; mandones pero tiernos, como el de Eduardo Cuitiño en "Madame Sans Gene", siempre expuesto a las ocurrencias de una Niní Marshall tan terca como noble; severos y convincentes, como el que Pierre Mondy compuso en "Austerlitz" (fallido regreso al personaje de un Abel Gance casi octogenario), y tan cambiantes, como el que se sentaba en la silla del peluquero con el aspecto juvenil de Daniel Gélin y se levantaba como el maduro Raymond Pellegrin en "Napoleón" (1954), uno de los films con los que Sacha Guitry se dedicó a examinar la historia francesa. Hay muchos más -Julien Bertheau, Elli Wallach, Herbert Lom, Jean-Louis Barrault- y son innumerables los que apenas asoman en un segundo plano de historias de época.
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La más reciente pintura del emperador francés viene por duplicado y en plan de comedia. Se llama "The Emperor´s New Clothes", proviene de un cuento de Simon Leys y parte de una hipótesis fantástica: ¿qué habría sucedido si en lugar del ex emperador en el exilio quien hubiera muerto el 5 de mayo de 1821 en Santa Elena hubiera sido un sosias? Quien se entusiasmó con la ocurrencia fue el italiano Uberto Pasolini, afortunado productor de "The Full Monty", que confió el proyecto a Alan Taylor (realizador de "Palookaville" y de algunos episodios de "Sex and the City" y "The Sopranos") y el personaje -los personajes- a Ian Holm. No sorprende que las crónicas señalen al notable actor de "Dioses y monstruos" como responsable decisivo de la gracia del film. A Holm le toca por un lado reencontrarse con el personaje del emperador, que ya había interpretado en "Time Bandits", de Terry Gilliam. Por otro, componer al marinero que tanto se le parece y que -según quiere la ocurrencia del autor- ocupa su cama en Santa Elena mientras Bonaparte intenta regresar a París y al poder. Puede imaginarse con qué deleite histriónico el inglés pasa de las pillerías enredadoras de uno a la melancolía imperial del otro, y sobre todo la obligatoria transformación que vive el general cuando sus planes se frustran y termina uniéndose a una mujer del pueblo y ganándose la vida por las calles de la capital como vendedor de melones.
A Taylor le gusta pensar en esta penitencia impuesta por la ficción al arrogante Bonaparte como una tardía revancha: "El dijo alguna vez que los ingleses éramos un pueblo de comerciantes: me divierte ver cómo el azar le baja los humos y lo convierte en un tipo cualquiera, redimido por el amor y por el contacto con la vida de todos los días".
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