Con Jesse Eisenberg, Kristen Stewart y un elenco de jóvenes promesas que ahora son estrellas consagradas, el film de Greg Mottola sabe captar a la perfección el momento del paso de la juventud a la madurez
Películas sobre los años 80 hay unas cuantas, pero pocas son tan atesorables como Adventureland (2009), de uno de los directores que más prometían a finales de la primera década de este siglo. Adventureland, tal vez una de las películas definitivas sobre la época, fue el tercer largometraje de Greg Mottola. Sus películas anteriores habían sido Deseos y sospechas (The Daytrippers, 1996, con guion propio) y Supercool (Superbad, 2007, con guion ajeno), a estas alturas ya de indiscutible y merecido estatus de culto. Entre ambas, había trabajado para la TV. Luego de Adventureland, en estos catorce años, vendrían solamente tres largometrajes cinematográficos, uno televisivo y unas cuantas incursiones en series.
Lamentablemente poco cine para un director que con Adventureland reafirmaba su singularidad y una sensibilidad y un talento notables. Para alguien que con su magnífica tercera película demostraba ser capaz de hacer un cine reflexivo y atractivo, accesible e inteligente, emotivo y sutil sin descuidar el equilibrio entre esos aspectos y sin rasgos visibles de cálculo robótico. Un cineasta capaz de inteligencia y sensibilidad, de hacer comedias emotivas de tono único, intransferible. Y que había entendido que uno de los mejores caminos para los cineastas destacados de ese género clave, el más difícil de transitar, es el de disfrazarse de intrascendencia, seguir ejercitando la libertad y hacer gran cine sin gritarlo ni declamarlo ni ostentarlo -hacer “la antiChristopher Nolan”, por así decirlo- hasta lograr generar coordenadas narrativas propias, coherentes y cohesionadas.
Adventureland nos sitúa en el parque de diversiones que da título a la película; es un parque viejo, no solamente porque es un parque de diversiones de un film de 2009 cuya acción transcurre en 1987, sino además porque puede observarse que ese parque siempre tuvo un encanto decadente, corrido del presente, como el de los últimos años del Italpark. En Adventureland nada es brillante ni rutilante ni inmaculado. Los materiales -la materia- son utilizados por humanos que dejan huellas. Ese parque, puede sentirse y puede decirse, nunca fue contemporáneo, siempre ha vivido desfasado en una nostalgia inefable, tal vez incluso inexistente pero palpable. El mundo, el aire, de Adventureland la película y de Adventureland el parque, es uno que se percibe con todos los sentidos a la vez y también tal vez con algo así como con el alma, un aire que a veces, si tenemos la fortuna, podemos llegar a respirar en algún día, alguna hora, algunos minutos mágicos. Mottola se plantea un desafío: poner en escena algo así como su propia definición de las coordenadas de una felicidad hiperbólica pero sin énfasis ni estridencias.
Hay un momento notorio y fundamental en esta película, uno que define a los personajes principales con admirable economía y evidente talento, perceptible magia: estamos en el verano boreal, el 4 de julio de 1987, en el parque de diversiones; es el día de la independencia norteamericana y es de noche. James (Jesse Eisemberg) y Em (Kristen Stewart) están sentados uno al lado del otro, ambos trabajan en el parque. Para James, Em es en ese momento -sin ninguna duda posible ni imposible- la chica más linda del mundo. Pero James es demasiado cerebral, demasiado sofisticado y demasiado esnob, y es todas esas cosas por miedo y timidez. James dice que nunca ha festejado el 4 de julio sino que suele celebrar el 14 de julio, la fiesta nacional de Francia. En ese instante estallan fuegos artificiales sobre la noche del verano, de ese verano en el que el tiempo podía detenerse y hasta fotografiarse con lujo de detalles. Y suena la canción “Don’t Dream It’s Over” de la banda neozelandesa Crowded House. El momento es perfecto, el momento es riesgosamente irrepetible. Em, que aprendió a vivir antes que James, lo sabe. James, demasiado acostumbrado a pensar y a sopesar pero no a besar, debería darle un beso a Em y convertir el clima perfecto en una vivencia perfecta; sin embargo, no lo hace. La experiencia vital no es la especialidad de James porque tiene miedo de que algo salga mal, y ese miedo a no hacer las cosas perfectamente conspira contra sus posibilidades de acción. Con todo y más allá de esas diferencias, James y Em -media sonrisa con hoyuelos, cara angulosa- poseen características en común: son buenos, tienen brillo en la mirada y no pueden soportar las injusticias.
Adventureland orbita alrededor de James y Em pero a partir de ese núcleo romántico ofrece un universo de situaciones cómicas en algunos personajes secundarios y de mayores tristezas y conflictos en otros, con toda una trama de deseos, sospechas, alegrías y heridas, pilar estructural para este subgénero de hacerse grande, o de coming of age (como le dicen en inglés). Y la película hace todo eso y más con una recreación de época que busca ser precisa y que afortunadamente nunca pretende convertirse en un muestrario ostentoso de cotillón. La profusa selección musical no se preocupa por la homogeneidad; lo bueno, lo malo y lo feo serán etiquetas ubicadas de forma variable según cada espectador, o según cada escuchador: tenemos Lou Reed, Falco, INXS, Big Star, Hüsker Dü, The Replacements, The Outfield y un largo etcétera. Pero no es solamente por la amplitud, la gracia y la sensatez sentimental para musicalizar que Adventureland triunfa como película sobre los ochenta.
Con su estilo visual no imitativo de esa década sino preciso y clasicista, Adventureland sabe llegar a la autenticidad mediante el ojo para el detalle y mediante la inteligencia para disponer esos detalles integrados a las acciones y no como mero decorado porque justo la dirección de arte consiguió tres botellas de gaseosa de la época y cuatro coches en perfecto estado de conservación. Así como David Fincher supo captar el de los setenta en Zodíaco, Mottola, director y guionista de Adventureland, supo que tenía que captar el zeitgeist de los ochenta en los modos de hablarse, de moverse, de mirarse. Y en cuanto al vestuario entendió que había que pensar no solamente en cómo vestir a los personajes sino además en cómo iban a llevar, a vivir esa ropa (ahí está, incandescente, el personaje de Lisa P.): las décadas tienen modos de caminar, de pisar el mundo bajo nuestros pies. En Adventureland los ochenta están pensados, reflexionados, sentidos y no meramente “puestos” por el diseño de producción. Solo así se pudo lograr una película vitalmente inmersa en su atmósfera; una película que vibra, respira y que da vida a sus personajes.
Y más allá de ropas y peinados -y no todos los personajes tienen peinados netamente ochentosos porque, claro, no todas las adolescentes de la época tenían jopo o se vestían colorinche como Cyndi Lauper-, una buena película de época se convierte en una gran película de época cuando sabe integrar las prácticas de esos años con la acción, con las peripecias, cuando puede hacernos creer en una emoción irrepetible o típica de la época y combinarla con la emoción de los personajes. James llega a su casa luego de salir a cenar con Lisa P. y encuentra en su cama un cartelito que le ha dejado su madre: “Llamó una chica para vos: Em”. Sin celulares, sin email, sin maneras sencillas de recibir mensajes a distancia mientras estábamos en la calle: así eran esos años. El teléfono de línea familiar era, también, el teléfono mediante el cual los adolescentes se llamaban entre sí, y ese teléfono y los llamados eran parte de los juegos de seducción. La importancia del papelito informativo dejado en la cama cuando uno llegaba tarde es difícil de exagerar.
El mundo más físico, menos virtual y menos hipercomunicado que todavía existía en los 80 generaba prácticas de encuentro tal vez raras en la actualidad, como por ejemplo esperar a alguien en la puerta de su casa hasta que llegara. Esas esperas más ansiosas, anteriores a los teléfonos móviles, son capturadas en toda su poesía -lluviosa y otoñal en esta ocasión- por Adventureland, pero para ganarse el poder llegar a esas alturas del relato hay que ver y disfrutar -y pocas veces el uso de ese verbo es tan preciso como en este caso- esta película perdurable. Finalmente, hay que aclarar que el tercer largometraje de Mottola estaba muy lejos de apostar todas sus fichas a la nostalgia o de ubicarla en primer plano. La nostalgia estaba quizás en el parque y en sus materiales pero no en los personajes, que viven, lógica e irrefutablemente, el presente. Pero no el presente y nada más sino, claro, el presente y todo lo demás. Y ese será, siempre un poco más tarde de lo que podría haber sido, el aprendizaje de nuestro héroe James: que el mundo es su mundo y también es todo lo demás, aquí y ahora y más allá y todo el tiempo, bajo un cielo de fuegos de artificio y no del todo artificiales.
Adventureland está disponible en Movistar Play y Apple TV+.
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