La popularidad del Adagio en sol menor es producto de la mayor estafa en la historia de la música académica o una creación original que rescató del olvido al compositor veneciano del siglo XVII, según a quien se le crea
Tomaso Albinoni nació en Venecia, en 1671, y, en vida, fue un compositor muy reconocido. Era hijo de un muy próspero comerciante y, por lo tanto, llevó una vida musical independiente, sin urgencias económicas o laborales. Escribió casi medio centenar de óperas, hoy ausentes de cualquier escenario, y editó un número importante de música instrumental, fundamentalmente conciertos y sonatas. Poco se sabe de su vida y de su actividad. Un cuadro perpetúa su imagen. Se lo ve con una consabida peluca y luciendo un saco rojizo. Es un compositor. Mientras mira hacia algún horizonte, en sus manos sostiene una partitura. Para tener un panorama más completo de Albinoni, mejor es ver esa imagen -aquí en blanco y negro- escuchando su Adagio en sol menor, uno de los grandes hits del Barroco, su obra más célebre, ésa por la cual su nombre goza de una enorme notoriedad. El asunto es que ese Adagio, en realidad, no es de suyo ni tampoco es una obra auténticamente barroca ¿Cómo? De esto estaremos hablando en esta columna.
Albinoni formó parte de la última generación de grandes compositores venecianos, la que integraban, entre muchos más, músicos tan notables como Antonio Vivaldi, Antonio Lotti y los hermanos Benedetto y Alessandro Marcelo. A todos ellos, después de 1750, con la llegada del Clasicismo, les llegarían el silencio y el olvido. Después de la Segunda Guerra Mundial, dos de ellos lograron salir de un ostracismo de doscientos años. Vivaldi lo hizo desde la popularidad que adquirieron Las cuatro estaciones, la obra de música clásica más grabada del siglo XX. Y Albinoni, gracias a ese Adagio que, en realidad, fue una obra de Remo Giazotto, un destacado musicólogo, compositor, crítico y editor de música romano que vivió entre 1910 y 1998. Antes de continuar, conviene recordar que “adagio”, en música, no es un dicho o una sentencia que implique algún pensamiento moral sino una indicación de tempo. Un adagio es lento y, generalmente, calmo.
Como musicólogo, Giazotto clasificó y catalogó la obra de Albinoni y escribió una biografía sobre él. En 1945 compuso una obra que él argüía haber elaborado a partir de fragmentos de una sonata para dos violines y continuo de Albinoni encontrados en las ruinas de la Biblioteca de Dresde, destruida por la aviación británica en el tremendo bombardeo de febrero de 1945. Trece años después, la obra fue editada por Ricordi bajo el extensísimo título Adagio en sol menor para arcos y órgano sobre dos ideas temáticas y un bajo cifrado de Tomaso Albinoni. A pesar de estar consignado que la obra era para cuerdas y órgano, para todo público, fue editada en transcripción para piano, dejando bien en claro que era una creación de Remo Giazotto.
Al igual que lo que sucede con la inmensa mayoría de las obras de música clásica editadas, este Adagio, de Giazotto, quedó arrumbado en algún estante durante varios años. Pero en 1961, la Orquesta de Cámara de Jean-François Paillard lo registró en un simple que fue vendido por millones y el “Adagio de Albinoni” pasó a ser uno de los grandes hits del Barroco aunque, ciertamente, no era de Albinoni ni tampoco era barroco. En aquellos tiempos, el ensamble de cuerdas y órgano solo podría encontrarse en algún concierto para órgano o en alguna sonata de iglesia, pero en ninguno de ambos casos, un movimiento lento se hubiera extendido sobre dos temas y a lo largo de casi diez minutos. Y además, esta obra denota una intensa emocionalidad romántica muy propia de ciertas músicas orquestales del siglo XX.
Giazotto jamás mostró el supuesto fragmento de esa sonata y las autoridades de la Biblioteca de Dresde desmintieron que en su colección de partituras hubiese habido alguna vez una Sonata en trío en sol menor de Albinoni, ni completa ni de forma parcial. Al principio, Giazotto continuó sosteniendo sus afirmaciones hasta que, algunos años después, asumió que él había compuesto esa obra. Él, hasta 1998, y luego sus herederos fueron los dueños del copyright. Desde el éxito formidable y los inmensos réditos económicos que envuelven a la obra, no son pocos los que sostienen que este Adagio es una de las más grandes estafas de la historia de la música, ya que Giazotto utilizó falazmente el nombre de Albinoni sabiendo que era mentira. En su defensa podría decirse que, en realidad, no le atribuyó ninguna autoría a Mozart o a Beethoven sino a Tomaso Albinoni, un compositor por entonces desconocidísimo y que si hoy goza de celebridad es, precisamente, gracias a él.
Numerosas y diferentes versiones se han llevado adelante y grabado ya no con órgano y cuerdas sino con otros instrumentos también. Pero todas ellas destilan un romanticismo edulcorado y un tanto sensiblero, absolutamente ajeno a la estética del Barroco veneciano. En los ‘90, cuando la industria discográfica impulsó como un huracán al novísimo disco compacto, en cualquiera de las versiones existentes, el Adagio de Albinoni, con sus escasos diez minutos, apareció en múltiples álbumes. El Adagio estaba en CDs con títulos como “Lo mejor del Barroco”, “Las músicas más tristes jamás escritas”; “Músicas para la meditación” o “Los mejores adagios”. Y sin poner en duda su autoría, Albinoni y su Adagio hasta hoy siguen incólumes en publicidades, películas, videos románticos y ceremonias de boda.
Afortunadamente, como coletazos de las andanzas de Giazotto, la música instrumental de Albinoni salió a la luz. Una de sus obras más interpretadas es el Concierto para oboe y orquesta en re menor, Op. 9, Nº2, editado en Ámsterdam, en 1722, y que, como todos los conciertos italianos, se desarrolla en tres movimientos.
Bello, envolvente y, éste sí, auténticamente barroco y veneciano, acá está el “Largo” que abre su Sonata a cinque en Do mayor, Op. 2, Nº3, editada en Venecia, en 1700. Infermi d’Amore, un ensamble historicista surgido de la Schola Cantorum de Basilea, ofrece una interpretación de excelencia, exactamente lo que se necesita para conocer y admirar a Tomaso Albinoni.
Y volvemos al Adagio ya no de Albinoni sino de Giazotto. Entre las numerosas películas en las cuales sus sonidos son traídos a colación están El proceso, de Orson Welles; El enigma de Kaspar Hauser, de Werner Herzog; Rollerball, de Norman Jewison, y, sobre todo, Gallipoli, de 1981, dirigida por Peter Weir, en la cual el Adagio aparece como mínimas ráfagas ocasionales a lo largo del film para pasar a ser imprescindible y protagónico en el final. La película concluye con la batalla que tuvo lugar el 7 de agosto de 1915, tiempo de la Primera Guerra Mundial, en la península de Gallipoli, en el estrecho de los Dardanelos. Un batallón australiano, sabiendo que lo peor será inevitable, está apostado en las trincheras a la espera de la orden de avanzar hacia el ejército otomano.
En 1.43.45, el silencio y el temor son ominosos. Leve, mínima, lenta, comienza la música. Del otro lado, expectantes y apuntando a quienes saldrán hacia su carnicería, están las ametralladoras enemigas. Mientras suena Albinoni/Giazotto, en la trinchera tienen lugar pequeños actos de despedida: cartas, fotos, un último cigarrillo, anillos, un reloj, algún jadeo, un rezo. Archie, que soñaba con ser atleta, repite las palabras con las que lo estimulaba su entrenador. Sus piernas son muelles de acero y él correrá con la velocidad de un leopardo. Suena el silbato y los australianos salen hacia la muerte. La película termina con la imagen congelada de Archie recibiendo los disparos mortales en el pecho. El Adagio para cuerdas y órgano, lamentoso, doliente, continúa acompañando los créditos. La tristeza se extiende.
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